ELOGIO DE LA VIOLENCIA INTELECTUAL. Ignacio Castro Rey

ELOGIO DE LA VIOLENCIA INTELECTUAL

Texto publicado el 26 de enero de 2023 en Vozpópuli

Leer no es sexy, es peligroso. En este punto tiene razón nuestra policía política inconsciente. Leer exige entrar en otro tiempo, atreverse a interrumpir el estrés ruidoso que nos salva del vacío y quedarse a solas, en una suspensión del sentido colectivo. Es atreverse a que "no pase nada", quizá para que ocurra algo en nosotros que habíamos aplazado. Si nuestro mundo marcha tan deprisa es porque teme lo que podría ocurrir en los pocos segundos que le concedamos al "tiempo muerto". Tal vez la lectura es dejar hablar, a través de alguien que también se ha parado, a un tiempo sin dueño ni definición. Y trabajar sobre ello, subrayando las líneas de un sentido imprevisto.

Releer, volver atrás, cavilar, saborear el timbre de las palabras. Quizá un libro que no hay que releer tampoco vale la pena leerlo una sola vez. Mala cosa, si nos ha ayudado a vivir y a entender de otro modo el pasado y sus pecados, que un libro no se aprenda casi de memoria.

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Tauromaquia alternativa. Ignacio Casto Rey

Tauromaquia alternativa

El alcohol, el tabaco, el amor y el odio, las emociones, la carne... Todo lo elemental está en nuestro punto de mira, es blanco potencial de la cabeza buscadora de una policía social que ya no necesita policías uniformados. La nueva vigilancia sin vigilantes se ejerce en medio del imperio múltiple de una normativa que nos evita la violencia directa, que siempre corrió el riesgo de levantar resistencias. Por eso la humanidad exterior, de Colombia a México, de Brasil a China, de Irán a Rusia, nos odia, nos admira o nos teme. Cerca de nosotros, nadie permanece indiferente a la crueldad sonriente de nuestros derechos humanos. Nadie, excepto los miles de millones de almas terrenales que no saben que nuestra superioridad existe.

Tras la clonación a fuego lento de los números, jamás ha existido una humanidad occidental que odie tanto la tierra. El signo de esta penosa mutación antropológica en el llamado primer mundo no es tanto que los jabalíes bajen de la montaña a buscar basura en las afueras como que suba la visibilidad de nuestras patéticas mascotas, dignos representantes del narcinismo furioso que nos invade. El ecologismo, más o menos juvenil, le ha puesto una nota de color a esta aversión de la elite urbana a cualquier naturaleza, a su fuerza salvaje. Empezando por la que habita en nuestro cuerpo, en los sentimientos y los afectos. Vivimos rodeados de una alarma social, un estado de emergencia constante que, con sus campañas virtuales de solidaridad a distancia, debe ocultar que hemos sepultado la lucha, cualquier relación con el peligro, y que nuestro problema es el aburrimiento. Nada debe ocurrir entre nosotros. Tendemos a un ideal de seguridad, el más peligroso del mundo, que consiste en no dar ya la vida por nada, ni siquiera por la propia existencia. Esta ablación anímica exige ser compensada con el espectáculo de incesantes catástrofes externas y una continua caza informativa del hombre que todavía mantiene lazos vernáculos con las sabidurías del pasado.Read more


Beatriz Preciado

ALMAS TALLADAS

Texto publicado el 8 de enero de 2023 en Vozpópuli

"Amigues míes, estoy llene de alegría". Dysphoria mundi, Paul B. Preciado

A pesar de ser larguísimo, y de repetirse más que la cebolla, hay que reconocer que el libro de Preciado apenas tiene desperdicio. Conviene hojearlo, aun con cierta fatiga, para conocer al detalle el tipo de amenaza normativa que se cierne sobre los habitantes del llamado primer mundo. Preciado se propone hacer mutante, más sutil y eficaz, una vieja internacional del odio. En cierto modo lo consigue, de la manera más correcta posible. Tal vez es esta una de las razones por las que un conocido diario estadounidense, también la adorada J. Butler, lo declaran uno de los más importantes filósofos de la actualidad. Por su complicidad íntima con el tipo de coacciones que van a estar de moda durante mucho tiempo, como alternativa a la rancia opresión heteropatriarcal de ayer, estamos ante un auténtico best seller político. Conviene entrar en él para conocer por dónde vendrán algunos de los disparos que nos buscarán como diana.

No hay por qué negar que el Dysphoria mundi puede despertar en los más radicales hijos de Occidente, lectores de Debord, Foucault y Tiqqun, la ilusión de una revolución todavía pendiente, el cambio que le daría una última forma posible a la vieja aspiración ilustrada de evitar un universo humillado por la economía y el espectáculo. Es en realidad una ilusión funesta, pues nos obstaculiza perseverar en la posibilidad humana de atreverse por fin a existir, sin muchas esperanzas pero también sin miedo. Pero es una ilusión que Preciado despliega con una muy actualizada inteligencia. ¿Por qué atender a unas minorías que, con respaldo estatal, prometen prolongar con estilo "microfísico" el abuso que el estado ejerce sobre nosotros? Precisamente por eso, porque encarnan la violencia correcta que viene.

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ESTATALIZAR LOS CUERPOS (La trampa biopolítica del progresismo)

ESTATALIZAR LOS CUERPOS (La trampa biopolítica del progresismo)

Asistimos al ataque inusitado a unas libertades individuales que siempre han partido de la "libertad natural" (Thoreau), de una escucha a la patología y las inclinaciones natales sin las cuales no somos nada. Ministerio de Igualdad. Autodeterminación de género. Para empezar, si el sexo natal ya no cuenta, y cualquiera que así lo sienta puede ser mujer, ¿en qué queda la reivindicación feminista? ¿No consistía en ser mujer -cuerpo con vulva, útero, pechos y menstruación, un cuerpo capaz de traer hijos al mundo- el origen de una justa protesta contra la moderna discriminación civil de lo femenino? Si ahora, en un giro demagógico del mismo sistema que ayer marginaba a las mujeres, todo consiste en cómo uno se siente, al margen de las condiciones natales, un enjambre de potenciales oportunistas pueden invadir una condición y un espacio que costó mucho darle dignidad política. ¿Tantas alforjas para este final de viaje? Miles de feministas se encolerizan ante esta nueva brigada político social que nos quiere gobernar, revolviendo el escenario social en función de algo tan caprichoso y variable como el sentimiento. Si el género sentido ocupa el lugar del sexo, algo que jamás uno elige -como tampoco elegimos nacer, ni la estatura, el color de los ojos o el tono de voz- toda la lucha de las mujeres se desdibuja en esta nueva versión sexual del "café con leche para todos"*.

Pelo verde, ojos amarillos, género sentido: es la extensión del terrorismo de la moda, del consumo y el capricho hasta el infinito, sirviéndole a los ciudadanos -especialmente jóvenes, explotados también hasta el infinito- un demagógico campo de decisión en terrenos secundarios. Con la salvedad de que, en cuanto al cuerpo y su sexo, las decisiones pueden ser irreversibles. No estamos vendiendo humo, sino ilusiones letales. Es como si el poder que nos maltrata mayoritariamente quisiera blanquear con la rareza minoritaria y el mimo del narcisismo la enorme sombra de sospecha con la que hoy carga ante los ciudadanos. Dios nos libre de estar en contra de ningún trans, de ningún ser que sufre o ninguna minoría discriminada. Lo que incomoda en este penúltimo espectáculo "progresista" es que no deja de ser sospechoso de levantar una enorme trampa política. La sensibilidad extrema hacia las minorías, por exiguas y raras que sean, es una cortina de humo para tapar el desprecio mayoritario y correcto, sin sangre a la vista, del que todos somos objeto por parte del sistema.

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M. Duras. Texto de Ignacio Castro Rey

INDIA SONG. M. Duras (1972)

"La lluvia disminuye. En su lugar una luz blanca, manchas lunares en las avenidas del parque. No sopla viento. Los tres cuerpos de ojos cerrados duermen"

"La historia de amor inmovilizada en el punto culminante de la pasión. En torno suyo, otra historia, la del horror -el hambre y la lepra mezcladas con la humedad pestilente del monzón-, inmovilizada también en su paroxismo cotidiano". La mujer, Ana María Stretter, es como si hubiera nacido de ese horror. Está en medio del horror con una gracia en la que todo se abisma, con un silencio inagotable". Cerca de esa mujer, fascinante por la dulce belleza con la que parece bailar en ese vértigo, giran unos cuantos hombres, entre el éxtasis y la parálisis.

Una sonrisa que no acaba da miedo. Entre adelfas y palmeras de un parque tropical, Duras nos narra la lentitud de los que no van a ningún lado, de aquellos que no pueden escapar, como en algunas pesadillas. Podríamos situar esta obra dentro de un teatro experimental afectado por la inmovilidad, tal vez no muy lejano de algunas composiciones de Beckett. Lentitud, cambios de escenario y luces, vértigo, cuerpos dormidos o bailando, voces y sombras... Voces, una dulzura perniciosa. Su delirio es la vez tranquilo y ardiente. Casi nadie alza la voz, en una constante suavidad que aumenta el espanto. La angustia se desenvuelve en un escenario de altura. Hasta parece que los enrejados de los campos de tenis son parte de esa angustia. Así como el cargo diplomático de casi todos los personajes en el ambiente exótico y miserable de la India.

El amor, también el que ella genera, no puede con el horror. Más bien lo acoge en su seno, lo prolonga hasta una dulzura extraterrestre. La lluvia no se ve. Solo se la puede oír. Como si lloviera en todas partes menos en ese parque excluido de la lluvia. De ahí esos personajes en suspenso, las escenas detenidas, agotadas por una historia anterior de la que poco más sabemos que de su cansancio.

La luz es distinta, parece venir de fuera. Es azul, lunar. Incluso los objetos, la bicicleta roja de Anna María, parecen dar miedo. Pero la música lo inunda todo, como si el conjunto fuera una partitura para interpretar y descifrar. Tal vez para resaltar un misterio de fondo, hay algo de mecánico en esas veladas diplomáticas, en esa coreografía colectiva de bailes, conversaciones entrecortadas y música, gente que entra y sale, que mira en una dirección u otra. Como si todo tuviera un sentido roto o fuera visto en el absurdo, empujadas las escenas que se superponen, las luces que cambian y los personajes y voces que se superponen, por un oculto resorte.

 

Gritan regularmente los mercaderes, hay ladridos de perros, llamadas lejanas. Los rumores de la gente, del viento, de la proliferación vegetal, ayuda a una mezcla onírica de realidad y sueño. Todo ello bajo la lentitud de pesadilla de los ventiladores que no consiguen aliviar un calor infernal. Los que hablan no son nunca los que se ven. Duras busca una discordia de los sentidos, que el horror que cuenta no pueda ni apoyarse en la continuidad de los sentidos. Todas son escenas dislocadas, sin correspondencia, en las que el espectador debe abismarse o poner su hilo. Además, las voces femeninas y masculinas producen un efecto de extrañamiento, de tal modo que nunca podemos descansar en ninguna situación. Hasta los mendigos parecen a veces sentir miedo, tal vez de una miseria moral mayor que el hambre o la lepra.

En realidad, la lepra parece brotar de los corazones de esta gente rica, que nada en una opulencia similar a su vacío. Solo el amor, tensado hasta el paroxismo, parece querer saltar por encima de esa inmovilidad, de esa lentitud que no va a ninguna parte. Finalmente, el amor aumenta la inmovilidad y no puede con nada. Los personajes ni pueden morir. Anna María, sencillamente, desaparece en lo que parece una evasión trágica, pero implícita.

La amo con deseo absoluto. No hay respuesta. Silencio. Cada escena, cada personaje funciona solo, aislado en pensamientos apenas susurrados. Parece que solo la desolación une a esos grumos de vida. Los personajes son expulsados de un obra anterior, El vicecónsul, lo cual tal vez aumenta su aislamiento, a la manera de calcomanías recortadas, pegadas en una superficie extraña. Están como solos. Les separa el cansancio de la noche. A veces hasta los criados cruzan las salas como si no vieran a los invitados. Hay una especie de ceguera, nuestro sentido mayor, que intenta ser suplida por los sonidos, los rumores, algunas frases sueltas, casi caídas.

La luz violeta en la niebla del Delta. Unos lugares se transmutan en otros, en una fluidez cromática y musical del mismo vacío. Con cambios continuos de luces, de músicas, de franjas horarias y de escenas. La opulencia obscena de los decorados, esas rosas traídas todo los días del Nepal, rezuma una desazón que perece duplicar el horror popular de la lepra y el hambre. De hecho, parece haber una complicidad oculta entre Anna María y esa mendiga que les sigue, desde hace diez años, entonando la canción de Savannakhet. Y sin embargo, puede que ese confort autista es el que hace de la India un abismo de indiferencia, donde Los leprosos estallan, como sacos de polvo.

Bruscamente, estallido de la inmovilidad. Una de las cosas que parecen perder a Anna María es que todos -el Joven Agregado, el Vicecónsul...- la adoren, sin nadie que le diga: AmaSal de tu noche (P. Verlaine).

Ella se da a quien quiere tomarla... Cristiana sin Dios. Anna es como una encarnación adorable del vacío. Entre otras mil, hay una frase que le encantaría a Lispector: El latir de tu corazón me da miedo. Pero Lispector, incluso en La hora de la estrella, lleva toda desolación a la carne, a una vida llena de vida. Marguerite Duras no, pues lo deja todo en suspenso. En cierto modo, el magnetismo de India Song, su despiadado vértigo, culmina el nihilismo de la laicidad francesa y europea. Hay una tensión aterradora. Pero nada rompe el tranquilo encanto de la muerte.

No se duerme, se espera la llegada de las tempestades. Me pregunto si, con toda su altura ética y estética, no hay en esta obra una cobardía en el hecho de no dar el giro final, que sí dan Lispector y Weil, hacia un desamparo vuelto hacia lo abierto, trasmutado en cierta inocencia. Hacia una dulzura pueril, que asuma todo el vértigo de vivir dentro y sin embargo no sea terrible. Como esas luces teatrales que cambian, pero hacia una día que acoge y hace fluir la noche. Tal vez la propia Duras reconoce algo de esto cuando al final dice: ¿Cuál es el mal? La inteligencia. Esto es, la inteligencia que no es capaz de volver a una imprescindible necedad.

Ignacio Castro Rey. Picón, 19 de abril de 2022