Si el colmo de la acción es la escucha

"Es encantador que la gran historia sea tan ciega, uniforme y mezquina, porque así nos deja descubrir, bajo su manto, los 'primores de lo vulgar'".
Isidoro Valcárcel Medina.

El "espectáculo obrero" de Pere Noguera solo se puede gozar si uno pertenece a cierta secta, compartiendo el aburrimiento terminal (y el alejamiento elitista de la ley de gravedad) que caracteriza a cierta atmósfera artística. Si uno vive todavía en algo parecido a la tierra poco hay que hacer en esos escenarios, aparte de pasar algo de vergüenza ajena. De la misma manera, ser exiliado por la fuerza policial de la Federación Rusa no autoriza a Pavlenski a tener nada nuevo que decir en el campo del arte, por mucho que se haya clavado el escroto en los adoquines de la plaza del Kremlin, mutilado además su oreja y quemado neumáticos en Moscú. Aunque después el artista explique a los medios que se trató de "una metáfora de la apatía, la indiferencia política y el fatalismo de la sociedad rusa", y que insista en que la acusación de vandalismo no basta ("Quiero que mi acción sea reclasificada como terrorismo"), seguimos en el terreno del activismo social, el mismo que vacía de sentido común a los ámbitos culturales, para así mantener su elevación de clase y la provocación de su poder mediático. Pavlenski puede tener el mérito que se quiera como activista, igual que las chicas de Pussy Riot, pero contribuye poco a abrir espacios de encuentro no codificados, deteniendo la velocidad social que nos mantiene cautivos. Se trata, en este y otros casos, de la rentable obsesión de un cara a cara con el poder que eleva a unos cuantos a la categoría de transgresores oficiales y, de paso, prolonga hasta el infinito el espectáculo del poder. Cuando lo cierto es que (de Sokurov a Loznitsa) hay otros rusos actuales, tal vez menos "comprometidos políticamente", que siguen dialogando con Chéjov, Tolstoi, Tarkovski y Dostoievski.

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Sobre el estado actual de los estudios filosóficos

Gracias a la coyuntura política, parecen prometerse mejores vientos para los estudios filosóficos en España. Pero no está claro que se deba ser muy optimista al respecto, ni con el despunte que se vislumbra en las vocaciones universitarias (alimentadas sin duda por "la crisis", motor eterno de cualquier pregunta filosófica) ni con los probables cambios legales en el estatuto de la filosofía en Bachillerato.

Es necesario señalar el retroceso general de las humanidades en casi todos los países influidos por el implacable pragmatismo angloamericano. En este punto, como en otros, nuestro positivismo civil reproduce estrategias militares. Y es bien sabido que una buena relación con la duda, quintaesencia de la filosofía clásica, no es ventajosa cuando se trata de contener al enemigo. Hace mucho tiempo, sin embargo, que Occidente no vive más que de sus enemigos, de ahí que cierta caricatura de Kant sea a veces tan eficaz (para mostrar, pongamos por caso, la superioridad de Francia sobre Irán) como nuestras temibles armas de destrucción masiva.

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HAPPY END

Vomitiva a la manera de The square, no "inquietante". Y políticamente funesta, pues Happy end (M. Haneke, 2017) es dogmática en su nihilismo, haciendo un uso sistemáticamente perverso de nuestras perversiones, hasta ahora parciales. Haneke se erige así en gestor de nuestra parálisis, por eso resulta adorable en círculos intelectuales. A la salida de la sala nos sentimos un poco mejor, pues hemos localizado el mal y además estamos fuera, ya que nos atrevemos a nombrarlo.

Todas las películas que recordamos de Él dibujan el confort del infierno, al menos para los que lo miramos en panorámica. Esto tiene que ver con lo que el situacionista Vaneigem afirmó hace años: el diablo es el más antiguo recuperador de creyentes. Haneke lleva años filmando con maestría nuestro supuesto apocalipsis a cámara lenta, donde solo algún esclavo de color, algún joven impulsivo, alguna niña, se libra de la infección general. No le tiembla la mano al hacer el diagnóstico, pues tiene claro el travelling y dónde poner la cámara, que sigue un guión pregrabado. Conoce a la perfección su oficio, pero con la tranquilidad impecable del forense que trabaja con cuerpos que han pasado el rigor mortis y la posterior putrefacción. Así pues, solo manipula momias sin olor. Todos ellos, también esa rubia niña llamada Eve, están tan enfundados en su automatismo amoral que casi no podríamos hacerles culpables de nada, como a los nazis que se amparaban en el determinismo inapelable de la ley alemana.

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Solución final de estilo democrático

La inmortalidad que hoy se nos promete desde la elite de la ciencia no sería creíble sin este Übernarcisismo que nos ha hecho día a día tan imbéciles. El sujeto radiante que somos ya no puede morir, tampoco sufrir un dolor de muelas ni aceptar el fin de una relación. Sería muy instructivo vincular esta histeria de la continuidad, que es la del aplazamiento sin fin, con el éxito actual de las series televisivas, vistas normalmente en un ordenador en el que manejas los mandos, la velocidad y la pausa.

Acabar con la muerte no deja de ser un intento terminal de exterminar el dolor entre nosotros, es decir, de erradicar la vida en su misma fuente. Representa también la voluntad escénica de democratizar, aunque no sea precisamente con tarifa plana, la adorada condición de esa superstar que es "eterna" porque no sabe nada de lo trágico y vegeta en un paraíso artificial, que sería muy aburrido si no estuviera sostenido con toda clase de drogas y efectos especiales.

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El dios de las moscas. Diferencias entre las filosofías de Deleuze y Foucault

Tiene usted que perdonar este retraso en escribirle, pero en parte se debió a que el autor (agradecido por unas generosas líneas de atención) no debía en principio oponerse ni matizar nada. Ahora, sin embargo, ya ha pasado un tiempo y se puede hablar. Tiene razón en el compromiso con cierta trascendencia que señala usted en Ética del desorden. Pero esa trascendencia infraleve no daña a nadie. Menos que a nadie, a nuestra querida inmanencia. La trascendencia, lo trascendental de Deleuze, es solamente lo que hace a la inmanencia interminable, imposible de abarcar en categorías conceptuales. En otras palabras, lo trascendente es el agujero negro, el punctum que hace a la inmanencia intraducible a ninguna imagen.

Esto es la trascendencia, el hecho de que la inmanencia viva entremezclada con un fondo sombrío que le impide tener imagen. No nos debemos a nadie, nada más que a la trasinmanencia. Cuando Deleuze se refiere al desierto como suma total de nuestras posibilidades está hablando de algo hermano a lo que se defiende en Ética del desorden, aunque es cierto que este libro es más "heideggeriano" y teológico de lo que le gustaría a Deleuze.

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