Tierra de Dios (God's Own Country, Francis Lee, 2017)

La película de Lee comienza con un joven huraño que trabaja en una granja familiar clavada en un paisaje desolado del norte de Inglaterra. Mugre, animales de parto, frío, viejos aldeanos, trabajo sin término. Algunas noches, para desesperación de su padre y su abuela, Johnny se desahoga en una taberna del pueblo cercano, donde bebe hasta el vómito y tiene sórdidos encuentros homosexuales. La nación que fue tan puritana en este aspecto sigue obligando a los "sodomitas" a breves encuentros clandestinos.

En favor de God's Own Country se puede decir, sin embargo, que la homosexualidad no quita ni pone nada esencial en esta historia. La vida de Johnny sería la misma, o muy parecida, con compulsivos encuentros heterosexuales empujados por la misma soledad. Lo más característico de esa vida es su desesperanza, una terca hosquedad diaria. No solo el malhumor y la evidente frustración, sino la absoluta falta de amor con la que el personaje central castiga a todo lo que le rodea. Empezando por sus parientes más cercanos y siguiendo con sus vecinos y los ocasionales amantes que encuentra; a veces, también con los animales a su cuidado.

Hay que mencionar en el "haber" de este precioso primer largometraje de Lee no caer en la conocida satanización de los mayores. Ni al aldeano casi parapléjico que es su padre Martin ni su fuerte abuela Deidre parecen preocuparle las prácticas sexuales del joven de la casa. Lo que les angustia es su silencio malhumorado, su escapadas nocturnas, la completa infelicidad de su resaca al día siguiente. De hecho, en algún momento de la cinta se comenta que los problemas cardiovasculares de su padre proceden del estrés, no solo del que provoca un ganado aterido que hay que atender a diario, sino un único descendiente que no regala ni un ápice de ternura a su entorno. En la balanza sentimental, es el joven el que es implacable y son los dos mayores los que parecen, dentro de un hermetismo campesino de ojos claros, un poco más humanos.

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Auras de diciembre

Buenas noches, A.,

Has leído mi envío varias veces, dices. Y tal como te vi, te creo. Gracias y disculpa. Mea culpa, sin perdón. Cuando además me paso el día criticando a la gente "muy ocupada" que hace lo mismo y no responde durante días y días.

La carta "Vosotros" la hice para unos alumnos con los que tengo buena relación, a los que quiero tal vez más que ellos a mí, pero que están en las antípodas de tus valores. Y sobre todo, de tu valor. Si tú, con ese valor que muestras, no eres nadie, a mí me gustaría seguirte y tampoco serlo. Pues tal vez solo los nadie pueden ser alguien, cualquiera, algún día. Y desde ahí descolgarse del carrusel general para ver el mundo con ojos marcianos, que es hoy tal vez la única mirada que puede arrancar algo de sentido común a un uni-verso taladrado por los códigos de la información.

Tienes razón e cuento a nuestra eterna manía de la crítica. Con frecuencia nos aparta de aceptar las cosas, las situaciones, los fenómenos y las personas. El narcisismo del que critica, que no ve su propia nariz, se salva de la complejidad de lo criticado, de toda posible cercanía con eso, que sólo es aceptado con reservas y parcialmente.

Tu caso personal es además conmovedor. Ya me lo pareció el día que te presentaste, aunque te eché en cara que, con esa presencia y esas ideas adorablemente silvestres, no me hubieras ayudado ante un público un poquito autista, aunque menos que  otras veces.

Eres un encanto, A. Una especie volátil en vías de no extinción, espero. ¿De dónde sacas el coraje para tanta singularidad resistente? Ya lo has dicho: "Es posible salir de ese círculo de 'enganche continuo a las tecnologías', solo hay que verse desesperado, solo, con miedo, triste, desesperanzado y viendo un futuro horrible, siendo realista. Pero pocos tienen la capacidad de ver su futuro; quizás sea mi pequeña virtud, y la de muchos en esa minoría que buscan la supervivencia o el éxito por caminos más nobles que 'un selfie con poca ropa'. Quizás muchos la tengan (que estoy segura de ello) pero la ignoran con toda su alma por miedo".

Muy bien, querida. Me siento absolutamente culpable por no haber podido (o querido, quizás por cobardía) responderte antes. Pero quizás tu "nivel" me impuso y pensé: "Uf, mejor le contesto más adelante". Ha pasado casi un mes.

Gracias y, por favor, no cambies. Te va a costar mucho, pero si abandonas ese portentoso sentido común el mundo se hará más pequeño. Y algunos sufriremos por ello.

Hay algo que casi no entiendo. ¿Cómo has conseguido sobrevivir siendo tan original, al margen del postureo, el alcohol y el poliamor de los botellones? Creo que también has contestado a esto. Tu texto, aún con las simpáticas erratas propias de la época, es muy digno de ser leído. De hecho, en parte, creo que he tardado en responderte porque me imponía la solidez de tu argumentación. Por ejemplo en esto: "Siempre ha habido dos culpables, el ciego y el sordo; el joven y el viejo. El conservador y el revolucionario". Sí, sí, sí. El bueno y el malo: hay que salir de esa trampa bipolar.

Por lo demás, casi nunca soy tan crítico. Con frecuencia me ocupo de cosas que amo. Por ejemplo, esta película que te recomiendo: Tierra de Dios (God's Own Country), cuyo comentario te pego más abajo.

Como no tengo la suerte de odiar el tabaco y el alcohol, te sugiero tímidamente, si quieres y cuando y donde quieras (hasta me acercaría a tu aburrida Facultad), que continuemos esta divertida conversación un día en directo. Yo me tomo una caña y tú un café.

Y si no, al tiempo. ¿Te parece? Mil gracias de nuevo por tu coraje. Buenas noches y un saludo muy cordial,

Madrid, 10 de diciembre de 2017


Sobre una reseña

Querida T.,

Me pongo por fin, con un mes de retraso, a escribirte algo sobre tu peculiar reseña de Ética del desorden. La tardanza era también lógica: al fin y al cabo, ¿quién es el autor para decir nada, aparte de agradecerla, sobre una lectura que ha hecho otro de un libro que uno se ha empeñado en que no sea solo propio, sino público? Ni una sola línea que cambiar ahí, pues es tu legítima lectura.

Aunque la tardanza puede deberse también a cierta perplejidad que me han producido tus tres páginas. Que conste que debió de ser mi amigo D. el que se hiciese cargo del libro. Pero hace mucho que él no me lee, si es que alguna vez lo hizo. Debe tenerme situado en el nicho de un heideggeriano pesado y conservador, un jüngeriano peligroso o un fundamentalista telúrico. De manera que ha decidido ahorrarse más dificultades de las que ya tiene en su ajetreada vida. Así pues, te pasó a ti el libro sin ninguna orientación (petición o sugerencia) acerca de su contenido, que de ningún modo conocía.

Después tú hiciste lo que pudiste, y fue mucho. "Selvático desorden", dices al principio. Lo primero que llama la atención en tu densa reseña, T., es el hecho de que ignora el encabezamiento del libro, su explícita dirección principal. No es solo que el título juegue con el emblema clásico de Spinoza, a quien no citas (como a ninguno de los nombres propios que una y otra vez reaparecen, tampoco los estoicos o Leibniz), sino que tampoco te refieres en ningún momento a una obsesión constante en esas más de cuatrocientas páginas: el lugar central de lo que viene, lo no elegido, a la hora de configurar nuestras vidas. Toda ética real, que le dé forma a una vida, ha de partir de todo eso no elegido y no antropocéntrico (la Stoa otra vez) que nos configura. Sin eso, todo mi libro debe ser un angustioso torrente de precipitados que debió de abrumarte enseguida. Pero el bajo de fondo que te perdiste es relativamente sencillo, casi ingenuo.

Al comenzar por los "efectos alborotadores del desorden", mezclando indistintamente la Introducción con el Epílogo y cualquier otro capítulo, te perdiste una guía ontológica clave acerca de qué va el libro. Tenías en la Introducción, también en su única nota sobre el concepto de Dios (entendido como la esencia de la ex-sistencia, la relación entre ésta y un absoluto afuera), un arkhé sin la cual el libro puede parecer efectivamente un batiburrillo de revelaciones y ocurrencias, como me dijo con cariño un amigo un poco escolástico. Pero no es exactamente tal cosa si uno se atiene a esa Introducción, clave para dilucidar a qué se refiere todo el libro con la palabra sentido, muy ligado en todo el texto al "pánico" de una indeterminación real, una fantasmagoría  o psicosis objetiva, sin la cual todo el texto carece de base.

Como también carece de pegamento real el abundante aparato erudito, de Hegel a Wittgenstein, que nunca citas. El uso de los nombres literarios, de Lispector a Whitman, es un rodeo (por lo demás muy clásico en filosofía) para escarbar en los autores de la Filosofía histórica y encontrar en ellos las esquinas que dan otra clave, por debajo de la costra de los respectivos sistemas. Sin este tuteo "irrespetuoso" con los clásicos, mi libro, precisamente porque intenta afrontar una nueva desnudez de las cosas, no es nada.

Sin embargo tu crítica es original, muy tuya, viva y cálida. Y además prudente, atenta. En este sentido, eres muy fiel al espíritu de un libro donde la contingencia personal configura el único absoluto que puede estar a nuestro alcance. Un absoluto local, como diría Deleuze, que se precipita en los tres metros que nos rodean. Particularmente, me parece preciosa esa idea tuya de que he escrito el libro a solas, sin contar con la complicidad de ningún lector ideal o previo. Así es. Para adentrarse en la presencia salvaje y desnuda de las cosas, en una filosofía que experimenta más que "interpreta" (sin protegerse en un andamio o una distancia fenomenológica), hube de atravesar un calvario de reflexiones solitarias, por más que eso incluyera una relectura de cien clásicos hoy casi clandestinos. Precisamente, frente a otros libros míos, en éste no se cuenta con un lector cómplice. Se deja libertad al posible lector con un libro que va solo, empujado por la universalidad suprema (según Deleuze) de lo contingente. Pensé, como ocurre en la cueva de Platón, que una nueva comunidad se funda trayendo algo desconocido de afuera, después de que alguien se adentrado en una áspera senda solitaria.

Hay en mi libro una voluntad constante de encarar un "platonismo de lo múltiple", un socratismo de la exterioridad (si se puede hablar así). En esa voluntad de "giro copernicano" hacia el objeto, éste poco tiene que ver con el fenómeno kantiano y más con una mónada leibniziana, resonando como un "universal sin concepto" dentro del fondo sombrío de la mente en la cual es lo que existe.

Por tal razón, como sugieres, es cierto que todo el libro está en cada parte, de manera que se puede leer la Ética del desorden de un modo aleatoriamente salteado, fractal. Pero porque ese imperativo de sentido real, que dejaste atrás en la Introducción (en "la coincidencia de la realidad empírica con la idealidad trascendental"), percute fuertemente en la tensión de cada fragmento, también en las partes III y IV dedicadas a la espacio-temporalidad y a la vida mortal.

Todo es difícil para nosotros, lo sé, por nuestra formación normalmente kantiana. No sé, querida, si conseguiste leer este abrumador libro entero, de un tirón, o bien fuiste saltando de una parte a otra, como haciendo catas. El resultado, y te lo agradezco, es extremadamente original y dotado de un titubeo en el que me reconozco. Solo echo en falta, ya digo, un poco más de atención a ese fondo clásico de investigación, a una inmediatez "presocrática" que permite que Platón y Nietzsche se den la mano y mi texto dialogue con tantos nombres propios. Es cierto, que por la premura de las fechas, no tuvimos tiempo de confeccionar un índice onomástico y temático que sería de impagable ayuda al lector de este largo e intrincado volumen.

Para terminar. Todo mi libro está recorrido por un imperativo moral: abrazar la eterna caducidad de las cosas. Abrazar una entereza mortal, una circularidad, donde el principio de contradicción está en suspenso para que pueda darse una dialéctica entre los opuestos metafísicos tradicionales. En tal aspecto, insisto, los presocráticos son la guía para cualquier "lectura" posterior de los cien nombres propios que se repiten en el texto.

Hay después otro aspecto, nuevo en mi biografía intelectual, al cual no sé si le haces justicia y tal vez haya convertido tu lectura en un poco más desasosegante de lo que es imprescindible. Todo lo que sea crítica (al imperio de los medios o a Hume, a la ferocidad positiva de nuestra modernidad tardía o a Kant) está en mi libro en segundo plano. Y lo está porque el reto es afrontar el peligro extremo de la vida ordinaria, por encima de la cual no hay nada. En tal aspecto, mi libro (aunque le dedica un capítulo muy atento al suicidio) es radicalmente afirmativo. Y lo es precisamente porque quiere afrontar directamente lo peor, ese peligro cercano frente al cual todos los poderes establecidos son una amenaza secundaria. Es eso, como bien señalas, lo que urge ser escuchado y remediado, desde su más cruda presencia. Gracias.

Gracias también por permitirme hacer estas aclaraciones, que me han obligado a repensar un fondo naïf de Ética del desorden que casi nadie atiende. Creo que tienes en mi intervención final del Círculo (abajo te paso el enlace: a partir del minuto 52, después del Vicedecano Rodrigo Castro y de J. L. Villacañas), alguna referencia a ese trasfondo pueril, y muy breve, que puede hacer amable una obra tan laberíntica, abrumadora y larga.

Un abrazo y gracias de nuevo por tu impagable esfuerzo.

https://youtu.be/HdU_ZIZGTQM

 

 

Madrid, 6 de noviembre de 2017


¿La cesárea de una nueva especie?

Generalizar es abusivo y peligroso. Incluso cruel, exagerado, injusto. Pero sin generalizar no se puede pensar ni discutir de nada, ya que entonces nos quedamos solo en casos particulares, donde cada uno es hijo de su madre y poco hay que decir. Así que voy a intentar generalizar con cuidado, captando cierta media algebraica juvenil que me preocupa y veo bastante encarnada en una marea creciente.

Como es sabido, de vez en cuando alguien observa detenida y concienzudamente. No tiene mérito ni es ninguna obligación. Al contrario, lo cómodo para un ciudadano contemporáneo es fijarse lo menos posible. Si se produce, la atención a los detalles (algunos tenemos todavía solo relaciones personales) es sencillamente "defecto del animal", como dirían en mi pueblo. El caso es que, sobre todo últimamente, se ha sentido confirmado un síndrome preocupante, triunfal precisamente en los ambientes punteros.

 

Se dijo ya alguna vez. Aparentemente, cada uno en su estilo, la mayoría de los jóvenes actuales carecen de la más mínima tecnología corporal y mental para pararse y subrayar los detalles, entrando en la sombra de las cosas. Hablo de cierta dificultad para escuchar con atención una frase o una idea, aguantando esa escena o esas pocas palabras a solas y extrayendo conclusión propia. Puede pasar en clase, en casa o con cualquier película. Es la dificultad para descender al sucio mundo real, sin teclado ni botón de pausa, que con frecuencia carece de imagen radiante ni tiene fácil cobertura.

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El espíritu de las serpientes

Mil gracias, querido S., por escribir tan rápidamente. Y además, con ese encanto que te caracteriza.

En cuanto a lo que planteas, podría decir que esos "elementos personales" tienen que ver con el valor moral para entrar en la maleza de ciertas "periferias interiores" que mencionas con bastante tino. Estamos todos invadidos por el totalitarismo de lo social, con o sin Über-tecnología, de manera que nos cuesta mucho atender a esas zonas de sombra que no han cambiado en los últimos miles de años.

Me hace gracia ser así de ahistórico y atemporal. El psicoanálisis dice que el inconsciente no conoce el tiempo: un trauma de hace veinte años sigue ahí, intacto, esperando el momento de volver, a veces de manera más torcida. Pienso que todo lo importante en el ser humano, consciente o inconsciente, tampoco tiene tiempo.

Así pues, un joven que ceda con los dos hemisferios cerebrales a la presión de la época, y se deje sumergir en la mitología de la conexión a todas horas, que es la misma que la "superstición de la cronología" (S. Weil), será esclavo barato de un poder colectivo que tal vez nunca ha penetrado así el tejido de la vida.

Seamos ateos o laicos, cristianos o budistas, es necesario abandonar la religión de la visibilidad, que es la de la imagen y el éxito, para recuperar una clandestinidad imprescindible. Todo lo que no sea volver, con una de nuestros dos manos, a una "vacuola de no comunicación" desde la que se pueda sentir, pensar y vivir de otro modo, supone vender el alma a un poder público cada día más obsceno.

Tenemos dos manos, y una (la que tiene que estar en las tonterías de la época) no debe saber nada de lo que hace la otra, esa mano "izquierda" con la que tanteamos el humus de un suelo mortal que no cambia.

Así lo veo, para jóvenes y mayores, tanto para cocinar como para caminar y pensar. También para escuchar otras músicas distintas a la bazofia que se nos sirve. Es difícil hacerlo, pero no tenemos otra tarea más importante que intentar.

Un abrazo muy fuerte y hasta pronto,

Madrid, 30 de octubre de 2017