Aquella humana seriedad

Por encima de todo, a P. le hacía sufrir el tormento de los inocentes. Desde su posición de juez tenía una atalaya privilegiada para observar de cerca las injusticias, a veces intrincadas, e intentar, ya no digo hacer justicia, sino solamente aliviarlas. Hay personas que no pueden mirar para otro lado, buscando la estrategia de seguridad y bienestar por todas partes ansiado. Y en esas personas morales no se trata de masoquismo. Se trata únicamente de que, combatiendo las injusticias, alguien con corazón puede curarse, realizar una labor íntima de metamorfosis que alivie su propio dolor natal. El que obra así mejora sus sombras internas al entrar en lo común, manifestado en los límites de los otros. Se trata un poco de la épica de cierta piedad, que ha de tener las manos libres para combatir en campo abierto, curando así la desazón interna.

Ella era un buen ejemplo de cómo un corazón que siente basta para alimentar la inteligencia. P. era escandalosamente coherente sin ser ingenua. Encarnaba ese tipo de personas donde el coraje impide someterse a las reglas de la hipocresía que atan a los otros, para mantener nuestro pacto de silencio. Es el mismo valor admirable que, por lo demás, mostró en el último tramo de su vida dañada.

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Masoquismo hispano

Ahora que esta bendita nación se enfrenta a un reto secesionista bastante insólito en Europa, es tal vez el momento de resucitar una vieja cuestión pendiente. Al menos, pendiente para aquellos que a los que nos duele un viejo dolor español que parece seguir teñido con sombras sadomasoquistas.

Pensemos sólo por un momento en una posible hipótesis latente en El Quijote. Imaginemos la obra magna de Cervantes no como burla cruel de un sueño castellano, aquellos libros de caballerías entonces de moda, sino como sátira de cierta ingenuidad hispana. El Quijote como corriente de humor sobre una generosa vocación imperial que ya parecía tener pies de barro, hundidos en un pantano de sentimentalidad inerme frente a otras potencias septentrionales, despiadadamente pragmáticas, que surgían con fuerza.

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Animales insomnes

Querido M.,

Tu libro es difícilmente olvidable, luminoso, oscuro, obsesivo, profundamente honesto. Todo él parece construido en torno a una experiencia nocturna central que no deja de variar, irradiando un crisol de albas y luces, no siempre sombrías. Un poco como los nómadas, de los que decía Toynbee que peregrinaban la vida entera porque se aferraban a una región central que no cabe en ningún sitio.

Así tu libro. Animal insomne tiene momentos particularmente notables. Escucha cómo suenan, en boca de otro, algunos instantes que has labrado: río oculto de tomillo; acantilado sin caminos; los milenios inmóviles, el asombro de los abedules; olvidado bemol en la memoria; el silencio es lo que tengo; inmune a la luz lunar; amor inmóvil; No sé si esta noche te amo o te olvido; Viento circular al alba... ruinas de aquella tarde de amor; el dolor del colibrí; a lo lejos nadie vuela; el silencio milenario de tu desaparición; preludios de pájaros al rocío; el devenir borrado por el fuego; paraíso amarillo, único destino; un silencio extraído del océano; a ambos lados del invierno; arterias de tu ausencia; Cada noche, una vez más, no estás; No hay mandorla en las cenizas; el inaudible viento de los tejos; pentagrama hereditario; noche de basalto y tomillo; el humus arbóreo de la noche; muriendo a solas sin miedo; Tú dices, una brizna involuntaria; los hangares del sueño; Busco la calma de los vientos; Sabes que debes alejarte; interrogo a los cantiles; Respiro en la humedad de los acebos; Los árboles permanecen callados ante la llegada del invierno; restos de amor vuelan sobre mi nostalgia; Hay una aurora en la mitad del camino verdinegro; animal de luz partida; la tristeza de ningún amor; las aguas oscuras las medusas caídas... Hay música en esta corriente, aunque sea la de una partitura que discurre con lo que calla, guardado en el centro.

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de cierto terrorismo incrustado

Grandes urbes, aglomeraciones de cristal, de acero y rostros maquillados. Rascacielos, pantallas gigantes, conexiones multiplicadas. Y el espectáculo de unas luces perpetuas que nos cubren con un cielo de diseño. Como si no fuera suficiente la simple vida, estamos embarcados en una despiadada metafísica de la elevación, de la que tampoco es fácil librarse a través de ninguna de nuestras respetadas minorías LGTBI. El elitista debate en torno a la maternidad subrogada oculta tal vez que nuestra vida y nuestra sensibilidad son ya subrogadas, puesto que hace tiempo que somos incapaces de existir como no sea a través una perpetua conexión tecnológica, una promiscuidad con los otros cuerpos y con el estruendo de la transparencia mundial.

La cultura que nos protege lo hace con una velocidad expansiva, por no decir explosiva, que guarda una pésima relación con el reposo, una quietud que parece recordarnos demasiado al arcaico claroscuro de vivir; por tanto, a todos los demonios. Hemos perdido la fórmula para detenernos. Nuestra única solución es no parar, como aquella orquesta del Titanic que siguió tocando mucho después de que fuera inevitable la tragedia.

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apocalipsis de playa

Cuando se acerca el fin de curso algunos profesores y padres llegamos en un estado de ánimo tan agotado que ya no sabemos si volvernos a casar, comprarnos un perro, jubilarnos o recurrir a una forma discreta de autolisis. En resumen, el habitual trastorno bipolar del resto del año se transforma en junio en algo más complejo, difícil de definir en tres -¿trastorno tripolar?- o cuatro puntas estadísticas.

Tras soportar el curso entero la más inimaginable mutación anímica de la juventud -esa eterna juventud que ya somos todos-, unida por el cemento del griterío despótico, la pasividad y el maltrato discreto, es difícil esquivar la tentación de hacer un balance. Más difícil todavía si se intenta con cierto sentido del humor que compense un cansancio nervioso. Además de exagerado, lo que sigue puede parecer rencoroso. Pero no lo es necesariamente. Para quienes somos vitalistas, es inevitable mantener una buena relación con la sangre fresca de la juventud más atrasada; con su generosa espontaneidad, su frustración en los márgenes, su sentido del amor y del humor.

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