Obediencia en red

Cogido desde hace días entre varios fuegos que se turnan en la rabia, Rubiales nunca fue un ejemplo. Tampoco su comportamiento en Sidney, él mismo lo ha reconocido ampliamente, fue ejemplar. Sin embargo, la jauría que pide ver rodar su cabeza es lo que da más miedo. No olvidemos que el miedo sigue siendo lo que lleva a mucha gente normal a participar, en plena democracia vegetariana, en auténticas carnicerías medievales. Entre muchos otras, recordemos la de Dolores Vázquez. Son dos personajes muy distintos una y otro, pero asediados por similar infamia, la misma horda de fondo.

¿Quién dijo que la democracia no necesita sacrificios humanos? Ninguna sociedad deja de ser represiva. Menos que ninguna, aquella que ha depositado el riesgo de vivir en consigna, en el trastorno bipolar del Estado-mercado. Con una mano mayoritaria nos maltrata y convierte en inválidos; con la otra, minoritaria, nos consiente una obscena libertad de expresión y nuevas formas de sangre. La misma sociedad que, dirigida por la furia puritana del norte, bombardea cada día lejanos países y revienta los cuerpos –mujeres y niños primero-, se escandaliza ahora por un «pico» robado. Si eso es violencia, ¿cómo le llamamos  a la cotidiana caza del hombre que decretan los medios? Todo ello en una sociedad post-patriarcal en la que un feminismo vigilante avanza mientras los feminicidios crecen, aunque en estos días la barbarie real haya sido tapada por una ficción unánime de justicia vengadora.

¿Alguien duda que, si los sexos de este psicodrama nacional estuvieran invertidos y la presidenta de la Real Federación hubiera besado de igual modo a un jugador, el tema no habría suscitado ningún escándalo? Da vergüenza decir que ello se debe a una histeria justiciera basada en una imagen mariana de la mujer, supuestamente incapaz de ningún deseo turbio. Es humillante para el feminismo esta victimización purificadora, pero así están las cosas.

La actual orgía taurina española, sobre un hombre impulsivo que ha facilitado su acoso, no se explicaría además si esta sociedad no tuviera la necesidad ansiosa de buscar un suplemento de inocencia que alivie la frustración general. Encontrando un chivo expiatorio, la tribu exorciza el malestar que provoca una democrática mutilación diaria, esta servidumbre interactiva en la que todos hemos caído. De paso que se purifica, un país turístico que siempre está pendiente de cómo le miran los otros cree limpiar la imagen de la marca España a los ojos del mundo.

El tradicional auto-odio hispano tiene esta capacidad fabulosa, que encanta a quienes en Occidente nos desprecian, de convertir una victoria en derrota clamorosa. España ya no es campeona mundial del fútbol femenino, sino del abuso masculino y los gestos groseros. Y además, igual que en la pandemia, durante días y días no habrá otro tema, pues el periodismo encuentra una amplia franja horaria servida de titulares baratos. Es tal la presión ambiental que la víctima oficial de esta telenovela puede cambiar de versión en tres días, mientras los anteriores amigos y empleados del monstruo se arrepienten en público de su tibieza inicial.

¿Se acabó la espontaneidad, la amistad y la seducción, la alegría de vivir sin consentimiento? Tal solución final a la incorrección es un triunfo inquisitorial, aunque dirigido por una elitista vigilancia horizontal nacida en el estreñimiento Wasp. Muchos intelectuales progresistas se plegarán al conductismo vociferante, que al fin y al cabo nos brinda la posibilidad de poder odiar democráticamente. De manera que el haz –fascio– igualitario del rencor nos vuelve a unir, pero guiado esta vez por una multitud de víctimas puras. Sin necesidad de ningún Führer visible, un solo rebaño se vuelca en red contra una interminable hilera de enemigos de diseño. Después de muchos otros, le tocó el turno a Rubiales, que sin duda llevaba un tiempo de aspirante. Con su sacrificio, la sociedad de lisiados que somos se sentirá por un momento aliviada. Y Europa volverá a respirar tranquila al ver que esta nación vicaria vuelve a su sitio, arrepintiéndose de sus gestos eufóricos y castigando al culpable.

Todos contentos. No pasarán, se repite. Pero para ocultar que la bestia –como en el primer Alien– ya está dentro, en el cerebro de un sistema que, sin resto alguno de corazón, no puede tolerar una existencia opaca y distinta. El estalinismo de Estado, consintiendo la interactividad del linchamiento, logra tapar la depredadora desigualdad del mercado. Mientras la izquierda virtual blanquea la mayoritaria crueldad con conquistas minoritarias, convierte de paso el capitalismo en cultura, fingiendo un sistema al fin orgullosamente despierto e inclusivo.

Ignacio Castro Rey. Santiago, 6 de septiembre de 2023


Serpientes de fuego, Raúl Gómez-Zurdo. Ed. Huso, 2023

Serpientes de fuego

Ando disgustado por senderos cercanos, bajo árboles infestados de desdén. El bosque está callado después de la batalla, agotado. El agua del río corre espesa, no me había fijado antes, gruesa como un guiso, arrastrando grasa, pedazos de soledad, huesos, pezuñas, todo casi humano.

Mientras la ficción debe acompañar a la buena ciudadanía, sin dañar sus convicciones y sirviendo un suplemento de emociones envasadas, esto no es ficción. Ha sido vivido y desde su aspereza rehace la vida, pero sólo después de amenazarla. Ambientado en los últimos años del conflicto guatemalteco y en el posterior armisticio, con un incesante debate moral que no juzga, Gómez-Zurdo nos adentra en una selva tras otra, allí donde no hay sombra sin signo ni bendición sin tiniebla. Clarea en el exterior, un día más. «Esto es lo que me distrae y me perturba finalmente, que no siento nada, que obedezco a una voz extinguida». Entramos entonces en una tristeza cargada con esa dignidad que tiene un espesor que respira, sin librarse de nada ni dejarlo fuera. Tanto en las anteriores matanzas como en la posterior redención en un orfanato, donde cuida de niños abandonados y reaprende a vivir, Arnaldo Elías vive en cada momento el horror y la gracia, en medio de una galería de ecos que giran. Hay algo del incesante monólogo interior de Joyce y Rulfo, difícil y tortuoso, pero preciso, con consistencia real. La jungla vegetal se enlaza con la de los cuerpos y las palabras. Arnaldo tiene dentro algo así como el cuerpo de Cristo, donde todo se junta: «Bebo y no me cuezo, ya ando cocido de nacimiento». El mal y el bien, la dulzura y la ira, el llanto, el amor, la tortura. También la obligación moral de pensar cada minuto como si fuera el último. Esto resulta más bien estresante, pero nos prepara para cualquier cosa que venga.

Si hubiera libros todavía peligrosos, este sería uno de ellos. Enseguida remueve las entrañas. No porque haya violencia, que hoy está en todas partes y con efectos especiales. Lo impresionante en estas páginas es un tormento indescriptiblemente humano, el de una humanidad que también anda en la dulzura, en los gestos de piedad. Vivimos en el cuerpo de un hombre que no para de darle vueltas a la intensidad de su presente, tanto si está matando como platicando o amando. Una ética que separe el bien del mal no es la especialidad de este escritor que hoy nos sorprende. Tampoco cuando Arnaldo juega con la alimaña que es su teniente, inmediato superior en la unidad militar encargada de limpiar aldeas recónditas. Probidad y sevicia se juntan como serpientes enlazadas. Esto es lo agotador. Se puede hacer una lectura erudita y cultural de estas cuatrocientas páginas, pero es difícil que Arnaldo no sea en nuestras cabezas un ángel temible, a la vez que un demonio que llora. Más el laberinto inextricable de los bosques, los jaguares y los hombres. Estos últimos todavía más temibles que las bestias, ya que a veces los hombres tienen buenas intenciones. Lo peor de la novela de Gómez-Zurdo, también lo mejor, es que nunca llegas a ese lugar seguro en el que puedas conciliar un sueño que aleje las sombras. Tampoco tranquiliza que la penumbra sea ocasionalmente mansa y te quiera querer.

El limbo donde todos los senderos se bifurcan. Y esos hijos de un dios menor que saben por igual del amanecer y las matanzas. Arnaldo mira al frente y, de todo ese mundo de cuya eternidad ha sido excluido, reconoce un rostro y piensa: «He de vomitar en soledad. No pueden verme hacerlo, me respetan». Este hombre posee una memoria animal que rememora cada detalle, como si la cronología apenas existiera y la muerte estuviera dentro, viva. Él vive en un tiempo que surge dentro de los hábitos y las convenciones, de ahí que todos le respeten o le teman. Mientras tanto, Arnaldo sigue muy solo. Ayer es hoy y hoy es todos los días, sin poder apartar nada por bueno ni por malo. ¿Un hombre bueno metido en malas veredas? ¿Un mal hombre en vías de arrepentimiento y resurrección? Qué mas da en esta historia, que sigue llena de vida y de muerte. Avanzamos lentamente en ella, mientras cada escena remueve las vísceras. «Le miro a los ojos y siento ganas de llorar por su suerte, por haberme conocido».

Tal vez el paraíso es así de escarpado. Si la palabra cabal se repite como un sueño, un deseo difícil de mantener en este orbe boscoso, es porque en medio del infierno persiste algo bueno. Curiosamente, en Serpientes de fuego la gente aún se sonroja. Y llora, como si tuviera alma. En medio de tal viveza nos sentimos a años luz de este decorado de zombis y derechos humanos que hoy nos rodea. «Los huesos ya no duelen. Kilómetros de rutas verdes o quemadas, ríos que bajan con prisa, nerviosos, colinas repentinas como en los sueños, cielos abultados, enojados siempre, de difícil trato». Al fondo, un viejo rencor en el protagonista. Este universo parece nuestro, pero es de otros. «Nos lo roban todo los que vienen de lejos… Lentamente, sin alma, sin culpa». Para nada trasunto del narrador de esta historia, Arnaldo no puede dejar de sentir nostalgia de la inocencia que algún día tuvieron los que viven de la selva, incluso entre balaceras cainitas.

En Serpientes de fuego una memoria terrenal obliga al lector a recapitular, a volver atrás y retomar el hilo, de paso que imagina las variaciones imprevistas de cada personajes y otros mundos posibles. Siempre cerca de la oscura personalidad de los ríos, tragando historias. Las corrientes de agua vienen de una fuente oscura y remota, se perderán en el mar con su flujo imantado: «No sé qué me ocurre que salgo a los ríos como viciado. Veo uno y siento que el alma se me pone en él». Bajo cualquier luna del mundo, en su babélica confusión, los ríos bajan con pedazos de misterio, mientras la gente vierte en ellos sus pesares. Con una especie de envidia del amor que nos ataba a algo, Arnaldo se desenvuelve en un lugar de turismo y de muerte.

Siempre el diablo en nosotros, mientras el cielo cae con todas sus horas. Nos creó un demonio que anidó en el corazón de un viajero inocente que transporta la maldad hacia tierras puras. «Yo soy la noche, de mí han de temer, de un tiburón viejo y desdentado que aún causa destrozas». Un anciano odio, un amor antiguo y naciente. Todo ello mezclado. Y creer en Dios cuando ya apenas queda nada de esperanza. O tantas, que cuesta hacer la media aritmética para saber dónde estamos. Por en medio la dignidad ética de la tristeza, la de los pobres, esa que puede envolver cualquier ansiedad de clase media, subyugando a las turistas danesas. Serpientes de fuego canta la épica de una humanidad pegada a la furia y la mugre, capaz de sobrevivir en las peores circunstancias. Entre el enigma del tormento de los inocentes y la inutilidad de arrepentirse.

La soledad de los hombres cabales. Morales, pero no porque emprendan sólo buenas acciones, sino porque repiensan de cabo a cabo cada gota del universo. A diferencia del teniente, que bebe a solas y no cree en nada, hay humanos que han de trabajar todo el día, como si no tuvieran nada y partieran cada minuto desde cero. ¿Es eso Dios, el único? «Los más creen en Dios y en Jesús, aunque todos esos dioses coinciden en que somos lo mismo y que pertenecemos a la misma buena intención». Arnaldo anda siempre girando a la busca de alguna alta sensación. Todos le hablan con cuidado, como si fuera un rico. Pero él promete que jamás se aprovechó de ello y contestó bien a todo. Tal vez por eso sigue desamparado.

Una indita corre, ésa vale por diez comunistas. La persiguen, la montan después de ensartarla: «Ésta es mi tierra, hay que romperla para que viva libre». Algunas mujeres se entregan muertas a los vencedores del amanecer. «No eran seres humanos, eran pertenencias». Quien busque sólo incorrección, complementaria de nuestra seguridad, mejor que no se acerque a estas páginas. Pero no hay en ellas un regusto por el horror, pues el espanto vive entrecortado con momentos de amor santo. Igual que en la selva, cada cosa es enorme y densa: «¿Sabes? Es que vivimos como dormidos… nos falta siempre algo de cordura. Llegamos a eso sólo en ocasiones, a causa de un susto grande». Entonces el cuerpo sufriente le dice a la mente que busque. El autor ha pensado mucho, se ha estrujado las tripas. Quizá la novela de Gómez-Zurdo está hecha para tenerla ahí, a la vista, y beberla a pequeños sorbos. Sí, temiéndola, dejarla descansar en una estantería y probarla sólo de vez en cuando. «Dios nos mantiene unidos a todos los seres con lazos invisibles pero indestructibles», leemos. ¿Por qué tanto Dios? Tal vez es la palabra que une todos los polos, también lo inhumano con lo más piadoso. Sólo pueden permitirse el lujo de no creer en Algo o en Alguien quien no vive en las trincheras. Para los demás, ni siquiera hace falta creer en Él, pues ya es suficientemente increíble la intensidad que atravesamos en estas tierras letárgicas. La divinidad está incluso en los fantasmas de lo más nimio, como ocurre en Foster Wallace.

Necesitamos algo nuestro en esta región de tormentas, mientras perpetuamos una forma, la que sea, de guerra. «El dinero lo pudre todo. Asaltos, escaramuzas, aldeas arrasadas, una vida entera en cada tumulto. Manadas de bestias hambrientas. El divino quetzal que no ves nunca. Y hombres y mujeres moviéndose siempre de un lado a otro, enredando, procreando sin cesar». En este planeta rasgado, Arnaldo es un ser moral porque no para de debatir consigo mismo. En ese sentido, es un empleado de la inercia de los otros, que le respetan y temen: «Recuerdo que tengo madre, que la he querido… El teniente me ronda intrigado. Qué alimaña de persona». Dioses del día, dioses de la noche. El rugido de un animal abatido, el ruido de la claridad cuando ésta, después de mantenerse suspendida en el aire durante todo el día, se esfuma cansada de repente en unos pocos segundos, sumiéndolo todo en aquello desconocido, a la vez afilado y denso, que es la noche. «Somos ignorantes. Me da que Dios nos quiere así de momento, distraídos, resignados, pobres, creyentes de un milagro siempre esquivo». Pero milagro, al fin y al cabo: Arnaldo no abandona nunca la búsqueda.

En esta novela desfila sin cesar el amor, aunque en las figuras huérfanas de un pueblo golpeado: «Un verdadero padre. Él sólo sonreía cuando habíamos acabado la jornada. Era su manera de ser. Entonces, me miraba y su cara de repente se iluminaba por completo. Parecía llorar de alegría». Mientras, el día nunca está cuajado, pues los temblores del amanecer y del ocaso no se van a ninguna hora. Las formas existen antes de que las cosas empiecen a ser, como los rumores de un entresuelo. «La tropa duerme, les envidio porque saben dormir. Cuando acabe todo esto, me iré a un lugar a dormir, santo o condenado, no importa, adonde pueda descalzarme el cerebro y alargarme hasta el medio día del resto de mi vida».

Gómez-Zurdo resucita sin descanso una maravillosa jerga popular, potente en su imperfección: «Tendremos que morirlos a todos, no hay otra». En el camino tortuoso que algunos han elegido para ganarse el pan no hay nada, poco más que ilusión perdida. Sólo cansancio, cuerpos bajando peldaños hacia la cantina, un camino oscuro de tierra apestando a fuel. La noche a cubierto, los locos cuidando de los locos. No la duermo. Yo duermo poco, de siempre. «¿No es malo que me gustasen los niños desnudos entonces?» -pregunta Miguel. No, porque, como te digo, todo es sueño, responde Arnaldo. ¿Y qué es malo para ti entonces, Arnaldo? Nada, en realidad. Estoy perdonado, pues. Dios se ocupa de eso». Ya ven, en cierto modo podemos estar tranquilos. «Pues que soy muchos, no sé por dónde empezar», dice cualquiera de los dos.

Temprano, aún de noche. Ya en el orfanato posterior al conflicto armado, Arnaldo va por Lidia al alba, la devuelve de noche. Ése es su destino, llevar, traer, esperar, y debe aceptarlo como el mejor de los regalos. A veces, Miguel llega y se sienta a su lado. Hablan o no. «Sé que está luchando y un hombre que lucha, vence», piensa Arnaldo. Se cultiva en estas páginas la gracia que bendice a los que combaten, aunque sean derrotados. «Prendo una vela. Vivo en un rincón fuera del mundo, como en el alma de un dios antiguo. Cómo duele la vida. Es tan feliz esto que es como si estuviéramos muertos, ¿no te parece?».

En la mirada de él y de su protegido Miguel hay la tristeza que fascina a algunos elegidos. «Porque parece que todos andamos tras ella, para entenderla, sentirla como algo alegre y completo». Arnaldo musita, ata y desata: Feliz y moribundo, ése soy yo, todo el tiempo, sin momento de pensar en alzar un muro entre ambas sensaciones. Igual que otras novelas inolvidables, este es también un libro de filosofía, cargado de pensamientos que no nos dejarán fácilmente. Cuidado con ello, pues las almas las carga el diablo. «El corazón del hombre es como una habitación estanca, que hay que mantener cerrada al fuego del incendio, pues si la abres, éste prenderá en el limpio aire con violencia redoblada».

El lector se puede embriagar con los colores de unas enredaderas que son puro sueño. La tarde se terminaba en el camino a casa, y allí oíamos las pisadas de la gente que éramos, porque a esa hora todo es doble, hay franja de poder. Ocurre como si sentir lo que estás haciendo, darle mil vueltas, lo absolviera todo: «Y al terminar aquellos actos, ellas, pobrecitas, se removían sobre el viejo jergón, pardo, áspero, con gestos pequeños, imperceptibles, lo que fuera menos verte partir». Nada de esto es para un hombre cabal, susurra Arnaldo, y sin embargo cómo rechazarlo. El tiempo pasa y no hay respuestas. «No vimos nada. Seguimos con lo nuestro. Recobrando zonas, yendo y viniendo entre bosques impenetrables de caoba, cedros y cericotes, de ceibas y de banano, arrasando según nos decían. De vez en cuando veíamos horizontes y nos sentíamos algo mejor… Los hombres y las mujeres no se buscan, se encuentran. Donde sea, como sea, y lo que sale de ese encuentro no es más que desolación y tristeza. Después de aliviarnos, volvíamos todos al campamento como cuando coronamos una cota muy resistente, con una euforia triste y desolada».

La calma es a la oscuridad lo que el parto al llanto. «Los días iguales, amigo. Esto era vivir, la guerra cerca, esto era vivir. Guerra y paz, lo mismo, en el mismo aire». Por en medio, expresión de la fe de Arnaldo, mucha poesía encarnada. Encadenada, no ya a la prosa y el tedio del mundo, sino a la inocencia más corriente, la de los ríos: El miedo se había separado de la vida, se alejaba hacia el cielo rosado y verde de la tarde. «¿Sabes que no puedo olvidar casi nada? Tengo esa enfermedad. Veo el rosto de ese individuo. ¿Cómo olvidarlo?». Pocos soportan estar cerca de Arnaldo. Así sus soldados, que le admiran, pero le prefieren lejos. A la manera del extranjero, Arnaldo nunca está seguro de haber entendido las cosas: Igual fue mi cerebro lo que sonó. En este debate constante con uno mismo transita el personaje moral que representamos en el teatro amoral del mundo. ¿Es eso Dios? Mientras tanto, una vida inconcebible sigue. «Nos fuimos paseando por las calles, charlando de aquellos días de fuego».

 

Ignacio Castro Rey. Santiago, 26 de junio de 2023


Caníbales sonrientes. Ignacio Castro Rey

Canibalismo democrático

Querido Ll.,

«La rendición y el sistema», en parte, fue sugerido para explicar aquella frase de la adorable G. en la cena, ¿recuerdas? ¿Qué tiene que ocurrir para que una joven como ella se vea obligada a hablar en esos términos?

En realidad, la idea central del artículo es que ya vivimos en una extrema derecha con rostro humano, una radicalismo violentamente xenófobo, aunque empotrado en un progresismo apacible. Por eso en todas las cuestiones realmente cruciales derecha e izquierda dicen esencialmente lo mismo. Recuerda ese temible párrafo de Baudrillard que cito.

La extrema derecha oficial solo le da una forma pintoresca y gritona, posiblemente preventiva (a la manera de un chivo expiatorio), a un racismo multicolor que está radicalmente asumido en la social-democracia media europea y «americana», esa que constituye lo que llamamos el sistema.

La tesis central del artículo, por tanto, es que las democracias han degenerado en una normativa gigantesca, una especie de totalitarismo disperso que prolonga los torpes ensayos de antaño. Las sonrisas inclusivas expresan, con el rostro más tranquilizador posible, la ofensiva implacable de una Biocracia que no tiene antecedentes. Somos los dignos herederos del III Reich, pero of course, con la fluidez del inglés.

Afortunadamente, tú entre ellos, tengo muy buenos amigos. Pero en lo que a mí respecta, ese fondo ontológico de odio me recuerda cada día que vivo en un mundo de espanto. No sé si el cine de Wes Anderson podría ayudarme. El prójimo se ha convertido en un misterio, porque «todo el mundo» (con honrosas excepciones) no quiere despegarse ni un milímetro de la visibilidad. Se temen a unos márgenes donde se cuece una inimaginable soledad o, peor, donde uno puede ser acusado de cualquier cosa. Pero gracias a nuestro limpio ecologismo las hogueras con las que hoy se castiga al disidente toman la forma, si a uno se le presupone cierta entereza, de un silencio excluyente.

El resto de las cosas que menciones -la caza, el despotismo chino y ruso, Erdogan, los vegetarianos…- son detalles discutibles, pero solo como epifenómenos de una violencia afelpada, un sordo odio de fondo. Estoy con cualquier opio del pueblo, con todos los que resistan a este IV Reich de cuño estadounidense. Por toscos que parezcan y aunque adopten a veces ademanes también preocupantes. Por ejemplo, en nuestro panorama kafkiano de hijos de puta con trajes impecables (ay, ese Trudeau), Xi Jinping me parece casi un santo.

Es un reto para el pensamiento, lo reconozco. También para la paciencia, pues algunos hemos de echarle humor para no sucumbir en cualquier salida precipitada. Con todo, el texto conoció una fortuna ambigua y desigual. Curiosamente, uno de los pocos psicoanalistas que le interesó me dijo que le impresionó la expresión «estamos dirigidos por veganos espirituales «. Él dijo que la otra cara de ese capitalismo vegano, verde, es el canibalismo. Estoy básicamente de acuerdo. Estamos dirigidos por gente que devora carne humana, una materia prima que permanece escondida en la radiación de la visibilidad. Por esa naturaleza sonrientemente vampírica, la laya descarada que nos gobierna puede permitirse el lujo de rechazar la carne animal, la sexualidad clásica y un largo etcétera. Devoran la linfa de una humanidad cada día más adelgazada, aunque padezca conectividad mórbida.

Casi echo de menos la relativa humanidad de Angela Merkel. Como ves, no pierdo el sentido del humor. No nos va a sobrar. Que Dios nos lo conserve a todos.

Como amigo, Ll., he de decirte que no tienes precio. Un abrazo fuerte para ti y para todos los tuyos,

Ignacio


La rendición de la izquierda. Ignacio Castro Rey

La rendición y el sistema

Versión del texto publicado en Vozpópuli
11 de junio, 2023

Pan y circo, maltrato mayoritario y entretenimiento alternativo. Es cierto que el poder siempre ha intentado hacer idiotas a sus súbditos para gobernarlos mejor. Durante décadas del pasado siglo, la izquierda representó la voluntad política de resistirse a esta cretinización de masas, también en su posterior versión de clase media. Se ha señalado a veces que el último progresismo, cada día más dogmático y puritano por su influencia estadounidense, es muy ajeno a aquella voluntad de resistencia cultural. Hace tiempo que la izquierda se vendió, y el fenómeno no es tan grave en las cuestiones económicas como en la banalidad de la separación capitalista, en el aislamiento individualista y el posterior despotismo de las conexiones. Para combatir esta estrategia de alienación circulatoria, a la izquierda alternativa le falta algo básico: la relación con el trauma real, con una realidad popular que a la casta hegemónica que aspira a gobernar le parece demasiado grosera e incorrecta. La disolución de la resistencia humanista y comunal en la izquierda ha venido después de una traición a la fortaleza vital y utópica de los pueblos, una ambivalencia moral que fue amada por nuestros clásicos, de Machado a Zambrano, de Erice a Anguita, de García Calvo a Labordeta.

1- No solo en España, hay aberrantes iniciativas neoliberales que solo las puede emprender la izquierda, con su manto de impunidad progresista: meternos en la OTAN, someternos a la estupidez burocrática europea y desmantelar el sector primario, legislar la sexualidad de los cuerpos… Recordemos el caso del gobierno de Tsipras, forzando la humillación griega. Lo mismo ocurre con la aversión actual al populismo turco, iraní o venezolano. Lo mismo con la satanización de una quinta parte de la tierra, Rusia. Solo el elitismo orgulloso de un Sánchez puede decir de Putin: «Basta con verlo para saber que no pertenece a nuestro mundo de valores». Con similar soberbia, el grupo PRISA puede difundir con eficacia europea, contra el México de López Obrador, el mensaje que F. J. Losantos no logra vender tan bien acerca de sus «dictaduras bolivarianas». Necesitaríamos un populismo democrático, un M. Moore español, un Gala joven y agresivo que, desde un progresismo relativista y respetuoso con la ambivalencia de las tradiciones, pueda descender a una saludable incorrección popular.

2-Hay al menos dos registros de convergencia en esta modernidad eclesiástica que nos envuelve, a derecha e izquierda. De un lado, un odio a la existencia común e «impolítica», a la sucia realidad popular y a la fortaleza de sus convicciones. Pasolini ya lo dijo todo al respecto. Del otro, acentuado por la influencia cultural estadounidense, un desprecio «democrático» hacia las otras culturas, Latinoamérica incluida. Tildadas rápidamente de naciones despóticas, de China y Rusia ni se puede hablar. Los brotes esporádicos de racismo, en Valencia y en todas partes, en el fútbol y en Israel, solo son la punta de iceberg de un desprecio de fondo que el entero arco parlamentario occidental, más en el norte frugal que en el sur, sostiene con la boca pequeña. De un tiempo a esta parte todos compiten por ver quién está más centrado en la correcta foto del sistema. De hecho, junto con la reiteración de la palabra negacionista, antisistema se ha convertido en un insulto temible usado por todas las facciones.

3- Se debe repetir que subsisten dos percepciones de lo que es la democracia, al margen incluso de las ideologías políticas. Sumergidas, existen dos intuiciones muy distintas de lo que somos. Mayoritaria dentro de este sistema dirigido por minorías, una entiende la democracia como un conjunto gigantesco de leyes que deben entrar en los resquicios de la vida, amenazando lo que antes se llamaban «libertades individuales» y catalogando de tiránico al mundo exterior. Del sexo al suicidio, de la alimentación a la natalidad, de la salud a la educación de los hijos, sobran ejemplos escandalosos de esta ferocidad biopolítica. Insultamos fácilmente a las «teocracias» exteriores, pero desde una orgullosa biocracia occidental donde cualquier vitalidad independiente ha sido liquidada, subsumida en red. Otra orientación hoy menor, libertaria en un sentido clásico, entiende la democracia como la actitud de no depender de las instituciones e inventar localmente cómo vivir, qué hay que sentir y pensar cada día. Para esta sensibilidad democrática, defendida por Emerson y otros, la vitalidad queda fuera del relativismo de las instituciones, igual que Dios. Es obvio que esta comprensión, que no entiende la democracia como un régimen sino como una actitud, primeramente fiel a un absoluto existencial, está hoy amenazada por el conductismo masivo que ha encontrado en los medios y las redes un poder equiparable a los totalitarismos de antaño. Solo que disperso, pues hoy las dictaduras encubiertas se ejercen personalizadas, mimando los estilos de vida en una especie de narcisismo de masas. Todo el mundo quiere salir en la foto, pero cada cual con su falda, su minoría o su corbata favorita. Es un escándalo que hoy resulte tan fácil saber la películas que no se van a ver, las noticias que no se van a escuchar, los libros que no se van a leer.

4- Hace poco oímos decir a un intelectual madrileño que «desconfiaba» de la palabra libertad. La idea era que se debe cumplir una canonizada normativa, sin demagógicos experimentos silvestres. Está todo dicho. Ayuso no tenía más que retomar la palabra libertad, al modo escénico de los políticos, para conseguir arrasar a una izquierda antifoucaultiana* que se ha hecho el harakiri con la corrección virtual y el moralismo pequeño-burgués. Antes de resistir en una laberíntica realidad popular, el progresismo triunfal ha creído superarla subiéndose al cielo elitista de la agenda europea. La peluquería de Úrsula von der Leyen, su permanente sonrisa ingrávida, contra el feísmo de los cuerpos comunes. Si Inglaterra es una nación pérfida, que lo es, no será debido a rebelarse contra este clasismo en el Brexit. Quizá no tanto en Francia o Italia, pero la obediencia española al dictado de esta casta de neo-pijos con sueldos de vértigo es clamorosa. Preguntémonos: ¿Por qué la derecha ignora a Han, por qué la izquierda odia a Badiou? ¿Por qué Boric, Feijóo o Sánchez desprecian en bloque a Maduro? Aparte de discutibles medidas políticas de este último, es su gesto populista el que resulta repugnante. Mientras tanto, la corte entera de vegetarianos que nos gobierna ama a Haneke: es decir, ama los bordes siniestros que nos hacen presentables. Dios quiera que Lula, AMLO y otros abran pronto las puertas de un populismo democrático que deje de satanizar a los pueblos.

5- Sin duda, la derecha española tiene serios retos por delante. En primer lugar, la cuestión de la fortaleza internacional de un Estado acomplejado, nueva audacia que ha de ser compatible con la variedad lingüística y cultural de esta vieja nación. Por otro lado, la relación con Latinoamérica, que desde Suárez y González está en un estado penoso debido a una patética vanidad europeísta. Un reto más es cómo ponerle freno a un capitalismo depredador de origen estadounidense para mantener una sensibilidad social muy latina. Esto al margen de la rentable precariedad, y de la demagogia minoritaria que complementa a la precariedad. Lejos de lo que decía hace poco un mediocre intelectual jugando a psicoanalista de masas, el común de las gentes no vota a la derecha «en contra de sus intereses», como obedeciendo a una forma sadomasoquista de goce. Los profesores, acomodados en sus departamentos, ignoran que la gente común no ha recibido del sistema más que desprecio, obstáculos normativos y miseria económica. Los jóvenes votan a Vox porque el sistema nos les ofrece nada más que una miserable demagogia gestual. Y porque la actualidad progre es, además de aburridísima, extremadamente policial. Se pasa el día dictando normas de conducta para los cuerpos, cuando son las almas las que están arrasadas. Asomémonos alguna vez al consumo de ansiolíticos, al índice de suicidios.

6- La izquierda ha sido la vanguardia, tan artificial como la IA, en esta clonación virtual de la clase política. Baste decir que se permite acusar de radical y reaccionario a cualquier «pesimismo» que arroje serias dudas sobre la bondad teológica del Bienestar. A veces parece que la izquierda hegemónica no ha hecho más que aportar sangre fresca al capitalismo: derribar los últimos tabúes, incentivar la autopercepción, cuidar el aislamiento ecológico de los cuerpos, dictar unas leyes donde todo pueda ser elegido y construido, deconstruir las tradiciones populares… Despatologizando las minorías, la nueva izquierda woke ha sido audaz en patologizar la mayoría, la heterosexualidad femenina y masculina, el ansia de natalidad, el gusto por la carne, por la caza o la música popular.

7- En las recientes elecciones tuvo gracia comprobar cómo el cartel de la izquierda socialista tenía literalmente un aire de derechas con un señor bien peinado, su sonrisa leve y emblema conservador tipo «Santiago Vai»… A la vez, el cartel de la derecha tenía un aire más jovial y desenfadado, con un joven candidato sonriente y medio despeinado. La izquierda se ha apalancado en un universo de control punitivo donde toda espontaneidad representa un riesgo de pecado. No es tan extraño que mucha gente normal, jóvenes incluidos, asocien a la izquierda con un régimen disciplinario que, además, «no da de comer». Y no lo hace porque, como máximo, está vinculado al cuidado elitista de lo alternativo y a la miseria de los subsidios mayoritarios. Más la interdependencia obligatoria, claro. Pero esta, mucho antes de la pandemia y de Sánchez, es el disfraz para una intromisión estatal que roza lo aberrante. Cuando un pequeño empresario, joven propietario de una granja de vacas, dice que vivimos en una dictadura plagada de normas, donde no se puede dar un paso sin pedir permiso, rellenar un sinfín de papeles y pagar, está hablando de una vergonzosa realidad sumergida que ha sido impuesta por la casta democrática. Es obvio que cierto PP es parte de una sordera estatal donde, con distintas ideologías y sensibilidades sociales, la posibilidad de ser independiente y no morir en el intento sigue amenazada. Mientras los críticos de su gestión oficial eran acusados de negacionistas, la pandemia fue el laboratorio político para una gobernanza bovina cuyo miedo interactivo va a costar mucho revertir.

8- Difícilmente podemos tener esperanzas en una clase política que se ha entregado de tal modo a la inercia correcta del sistema. Es difícil hacerlo peor que esta élite sectaria que solo se ocupa de los temas minoritarios en boga. En todas las cuestiones clave, incluida Europa, el papel de EE.UU. y la demonización de las culturas exteriores, la izquierda dice lo mismo que la derecha, aunque con la boca pequeña. La mera gestión no vende, se decía ayer para explicar la victoria reciente de la derecha española. Así debía ser, pues debían primar las ideas. Además, ¿qué gestión, la del reciclado de basuras y el bienestar animal? ¿La de los derechos del sexo sentido o el moralismo monjil del «Solo sí es sí»? ¿La gestión de las limosnas europeas para comprar la obediencia de las poblaciones, esta precariedad de una España de camareros? ¿La gestión del envejecimiento de la población, de la entrada de esclavos baratos, del vaciado programado de media nación?

9- Espectáculo aparte, Ana Iris Simón o Juana Dolores han dicho algunas verdades. El mimo de lo alternativo se corresponde con una furiosa demonización de las mayorías. La caza y los toros, la carne animal, la paternidad, la descendencia y la heterosexualidad son muy malas. Así como cualquier penetración, frente a las ventajas del onanismo, en una joven que debe ser autosuficiente. ¿No es esto ultra-capitalista? Para la moral empoderada es tóxico todo lo que no viene esterilizado y envasado. ¿Podrá recuperar el PSOE, a poco de las elecciones, la fuerza política y utópica de una ideología socialista que ha orillado hace mucho para aupar la tecnocracia de la agenda europea? Marx ya ironizó sobre este asunto. Y también Deleuze: «¿Cuándo la socialdemocracia no ha dado la orden de disparar si la miseria amenazaba con salir de su gueto?». Pero como la derecha se ha centrado en un aire de clase media, la violencia del sistema es cubierta por el narcisismo medio que nos une. El mensaje es la interactividad, el medio es el masaje. Todos queremos ser visibles, pues el orgulloso «primer mundo» tiene pánico a quedarse a solas con las afueras. El adelgazamiento de lo comunitario a manos del nuevo socialismo de corte científico ha sido una auténtica desgracia antropológica. Es obvio que necesitamos otro materialismo, una espiritualidad política atenta de nuevo al claroscuro del exterior.

10- Urge otra sensibilidad, que también se haría notar en la manida cuestión de la emigración. Uno de los argumentos que está detrás de la postura alegremente sensible en este asunto, aunque sostenida por quienes viven en urbanizaciones blindadas, es la necesidad de captar mano de obra barata para los trabajos que los españolitos de última hornada ya no quieren hacer. Así pues, necesitamos esclavos con papeles democráticos. Y además, también necesitamos vientres de alquiler, pues los hijos únicos de las blancas feministas no van a pagar la pensión de sus padres, los viejos españoles de mañana. Y hay otra cuestión oscuramente racial: para los progres defensores del universalismo militarizado de los Derechos Humanos, es normal que los africanos quieran venirse en masa, al fin y al cabo quieren escapar de sus depauperados «países de mierda». También en este punto, el racismo humanista de la izquierda virtual ha renovado la vieja furia de la derecha real.

11- Lo queramos o no, se abre un nuevo relativismo político, un mundo multipolar donde nuestros hipócritas valores ilustrados, responsables de una inmensa explotación plagada de matanzas, son cada día más discutidos. Hace casi veinte años, para sostener sus aspiraciones mayoritarias, la vanguardia minoritaria ya estaba mirando hacia otro lado cuando Baudrillard escribió: «Si ya no podemos escenificar nuestra propia muerte es porque estamos muertos. Y estas son la indiferencia y la abyección que planteamos como reto a los otros: el desafío de envilecerse a su vez, de negar sus propios valores, de mostrarse al desnudo, de confesarse, de admitir; en definitiva, de responder mediante un nihilismo como el nuestro. Procuramos arrancarles todo esto a la fuerza, mediante la humillación en las celdas de Abu-Ghraib o la prohibición del velo en las escuelas. Pero eso no nos asegura la victoria: es preciso que vengan por su propio pie, que se autoinmolen en el altar de la obscenidad, de la transparencia, de la pornografía y de la simulación mundial; que pierdan sus defensas simbólicas y emprendan por sí  mismos el camino del orden liberal, la democracia y el espectáculo integrales» (La agonía del poder). ¿Alguien da más? La materia prima de una «jungla» triturada, dice Baudrillard contra el socialista Borrell, sigue regando el «jardín» europeo. Este es el trasfondo de la sonrisa casi perpetua de Trudeau, Rishi Sunak o Sanna Marin: Gracias a la carne de los otros, la sangre no volverá a correr en nuestras calles. Lástima que unos cuantos millones de franceses, quizá también de italianos y alemanes, no estén exactamente de acuerdo.

12- La división de la izquierda del PSOE, también dentro del propio partido, expresa el localismo personalizado en el que se basa el globalitarismo, donde las proclamas angelicales no pueden ocultar la lucha feroz por el poder entre las distintas castas y sus cabezas visibles. Hay alguna gente buena en todas partes, pero no es fácil encontrar en Podemos, en cargos elevados del actual PP o del PSOE, personas con una mínima sensibilidad popular y dispuestas a mancharse para cambiar las cosas. En nuestro pánico elitista a la sencillez: ¿sería posible entre nosotros un simple José Mujica? No beber ni fumar con frecuencia va unido a tampoco sentarse en un bar con gente que bebe y fuma. ¿Puede permitirse esta «vida sana» una taxista, un tractorista, una prostituta? En el sur hemos calcado un exclusivismo europeo, de origen furiosamente protestante, que le da la espalda a la gente corriente.

13- Vivimos bajo el dictado de veganos espirituales. ¿No es sospechoso que un líder socialdemócrata de Klagenfurt o Pozuelo hable inglés, la lengua de la nivelación global, de manera tan fluida? Ellas y ellos, a quienes apenas podemos imaginar llorando ante el cadáver de sus respectivas madres. Uno de los problemas políticos de Sánchez, al margen de que se esté de acuerdo o no con lo que dice y hace, es parecer un perfecto marciano, distante y envarado, entre los imperfectos habitantes de su vieja nación. Casi como Macron, con su sonrisa y su reloj carísimos en medio de una Francia harta. Parece que el papel del penúltimo poder político europeo, en su alternancia complejamente bipartidista, ha sido vaciar las naciones reales, hacer el vacío en torno a ellas. Ya en la Transición, el PC era mucho más atento a las tradiciones populares, religión incluida, que esta élite de neo-pijos que vino de las filas del último progresismo.

14- Después de las elecciones, Sánchez no hace ninguna autocrítica seria. Solo la huida hacia adelante, acelerada: la amenaza de Trump, de las dos Españas y de la «extrema derecha». Etcétera. ¿Van a tener razón otra vez Tiqqun y el Comité Invisible?: si el sistema no puede ofrecer nada afirmativo, pues es histéricamente antivitalista, solo se  puede salvar por sus supuestos enemigos. Ahora bien, Trump no es Belcebú, digan lo que digan los medios hegemónicos. Viajó a Corea del Norte, cosa que jamás haría el soñoliento Biden. Mantuvo bajo mínimos las tradicionales agresiones militares de la nación elegida por Dios. Incluso ahora promete acabar con la sangría de Ucrania en «dos días». Aunque la oferta sea demagógica e incumplible, no está mal que un candidato la haga. El propio Trump tiene mejor relación con el mexicano AMLO, que le echa de menos, que la actual administración demócrata.

15- Por otra parte, el referente de VOX no es Trump, sino Marie Le Pen, a quien El País (cosa que nunca haría con Abascal) concedió hace poco una entrevista de dos páginas enteras. Muy distinta a su padre, entre otras cosas Marie Le Pen decía: «No somos de extrema derecha, nunca lo hemos sido». Y también: «Si esta guerra la gana Rusia será una catástrofe… Si la gana Ucrania, será la Tercera Guerra mundial». Tal como está la coyuntura, con una Europa enfangada en la estupidez sectaria de cuño angloamericano, ¿podemos permitirnos el lujo de prescindir de lo que hemos llamado hasta ayer «extrema derecha»? Obviamente, esta pregunta es incómoda. La cuestión es si hoy podemos seguir en la noria de los mantras habituales, con una inercia que ha convertido a España en una nación terciaria de subsidios y a la UE en una burocracia radiante, pero a costa de sus poblaciones.

16- Finalmente está el tema, cada día más falso y opresivo, de la «libertad de expresión». Ejemplificado, pongamos por caso, en una joven que no puede presentar en la universidad un libro sobre su proceso de detransición, harta del callejón sin salida a la que le ha llevado la medicina puntera para cambiar de sexo. Y esto porque la «asamblea de estudiantes» se lo impide, intentando agredirla físicamente. De hecho tiene que huir, sin poder hablar, escoltada. ¿No es hora de acabar con esta nueva ley del silencio, con la tiranía de unas exquisitas minorías policiales? Abandonando el amor por las criaturas terrenales, la derecha ya no parece creer en Dios. Tampoco la izquierda cree en los pueblos. Son dos caras de un idéntico nihilismo neoliberal, mundialmente binario, que nos ha hecho tan tristes. Se impone un nuevo relativismo ideológico y político que regrese a lo absoluto de otra espiritualidad, un opio del pueblo que nunca debimos dejar que nos arrebatasen.

 

Ignacio Castro Rey. Picón, 12 de junio de 2023

*Como pensador, Foucault podrá tener muchos defectos. Sin embargo, desde el vitalismo impetuoso de un guerrero, es el gran crítico del control normativo contemporáneo. No solo de la disciplina patriarcal, sino también de la voluntad de saber de la normativa democrática, productiva, alternativa y sexual. De todo eso que encanta a los fanáticos legisladores, partidarios de judicializar los últimos rincones de la subjetividad.


A. Badiou. Las ocho montañas

La simulación como política

La historia sería bonita, pero no queda apenas más que la cáscara. Ayer pudimos ver por fin Las ocho montañas. Más bien debía llamarse «Las ocho montañas con ascensor». La trama y los personajes son tan planos, tan carentes de dramatismo y verosimilitud, que todo parece hecho con la ayuda de Wikipedia, peor aún, con el ChatGPT. Ni la infancia de los protagonistas, ni el canto a su amistad, ni las madres y padres, novias o amantes, poseen el más mínimo relieve, ningún encanto y profundidad reales. Hasta el Nepal aparece como una colección de calcomanías, uniendo cromitos con la técnica de cortar y pegar. Aunque sumándole a ello, naturalmente, la pulcritud de una corrección política que no quiere ofender a nadie. Lo consigue, en efecto. Pero también logra un pasmo de dos horas al que le cuesta también, por un margen de duda y de respeto, bostezar.

El denostado Baudrillard tenía más razón que un santo. Vivimos en la reino del simulacro porque nos asusta vivir y morir. Nos aterra incluso sentir, sufrir variaciones para las que no hay cobertura ni ningún algoritmo. Pensémoslo un momento: ¿quién cambia realmente entre nosotros, aun después del más encendido de los debates?

La república independiente del Yo ha sustituido al imperio de los sentidos. ¿No es cierto que todo el  mundo habla por los codos en las redes, incluso escribe novelas, para sencillamente no escuchar? ¿Para no estar donde está, con los cinco sentidos? Esta sociedad es a veces muy cómica. Por ejemplo, en este «efecto túnel» pacífico y personalizado en masa que es casi continuo. Dentro de él, ¿quién se atreve, en los temas sensibles, a opinar de modo seriamente distinto? Comerciamos solo con diferencias virtuales.

En realidad, casi no queda nadie que no pertenezca a una iglesia. Es decir, a una empresa autónoma del Yo, higiénicamente aislada y conectada a su secta. ¿Cuántos de nuestros amigos, sean psicoanalistas, músicos o profesores, no son sobre todo una orgullosa y narcisista pyme? Y ello aunque tengan «baja» la autoestima. ¿Quiénes de ellos creen en algo y además lo practican? Simulan ser de derechas, simulan ser de izquierdas, pero lo que ante todo parece importar es salir adelante, ocupando un lugar en el mar de la indiferencia. Y esto tiene que ver con una sensación inquietante que tenemos de vez en cuando, al preguntarnos: ¿Fulanito es estupendo o se trata solamente de un excelente performer?

Esto al menos en la cultura urbana. El submundo popular es otra cosa, del que la clase media urbana poco o nada quiere saber. El antiguo pueblo llano queda para la España vacía, aunque muy bien pueda estar escondida en el centro de Madrid o de Barcelona.

Es posible que el interés general por la ficción y la política, también por el sexo y la pornografía informativa, en detrimento de la aventura de amar, de odiar y de escuchar, en menoscabo de la inmediatez de estar, sean síntomas de este retiro a una tercera fase. Igual que lo es la caída en picado de la lectura. No hay una crisis del papel, hay una auténtica crisis de la piel, del contacto. Sin duda, esta huida del tacto a favor de lo óptico, de una visibilidad vigilante, conoció en el laboratorio político de la pasada pandemia una vuelta de tuerca que va a ser difícil de desactivar.