Vídeo: Trastornos de la diversidad. Ignacio Castro rey

Trastornos de la diversidad, por Ignacio Castro Rey

Trastornos de la diversidad

Martes 16 de mayo, 2023.
Teatro La Gleva. Barcelona


prietas las filas. Ignacio Castro rey

PRIETAS LAS FILAS

La velocidad y el movimiento se han convertido en el conservadurismo perfecto. La interactividad usa la dialéctica entre aislamiento real (estrellas) y conexión virtual (barras) que sigue a la higiene angloamericana que dirige al mundo occidental desde la Segunda Guerra. Marcuse le llamó desublimación represiva, una represión por diversidad hedonista que usa el deslizamiento y el reemplazo continuos. La singularidad de vivir es licuada así en una promiscuidad incestuosa. El control político actual no necesita encerrar a grandes masas uniformes, sino que gobierna con un «tú a tú» personalizado, al aire libre. El Estado delega en el ciudadano la defensa de las fronteras entre el bien y el mal. De ahí esa furia en la caza del otro, del que rompe con el consenso normativo. Es el poder del surf frente al viejo poder patriarcal, que era semejante a un rompeolas. Estamos en el esencialismo de la flexibilidad, y cualquier resistencia a ella se entenderá como violenta, retrógrada y negacionista. Como un adolescente puritanismo es el alma del sistema, el sentido común y el principio de realidad serán fácilmente tachados de «anti-sistema».

Vivimos encerrados en un conductismo masivo, aunque adornado con variaciones minoritarias que, en terrenos secundarios, miman el narcisismo. Nuestra obediencia ambiental se sazona con la libertad de expresión y el eterno retorno minoritario de Frida Kahlo, de Kant o David Lynch… Nos protegemos en una censura insólita, pero doblemente eficaz porque no es explícita y patriarcal, sino multiforme, uterina. No sería difícil adivinar qué películas no se van a ver, qué libros no se van a leer en este colectivismo a la carta. En nuestro sistema de «represión por diversidad», ¿los Beatles serían siquiera conocidos?

Decimos que somos libres, pero la verdad es que vamos a los mismos sitios y tenemos gustos consumistas y sexuales muy similares. Lo que es peor, opinamos lo mismo sobre los grandes temas que podrían ser conflictivos. ¿Quién se atreve hoy a pensar de modo distinto sobre la ley trans o los toros? O sostener sobre Putin una posición diferente a la que ordenan las minorías silenciosas, empoderadas sobre una clase media urbana que cree ser libre. Incluso la alternativa entre derecha e izquierda, entre progresistas y conservadores, es una cortina de humo para disfrazar una profunda uniformidad en cuanto a las opciones básicas. Hace poco un artista progre no tenía empacho en decir en público que incluso le empezaba a caer mal la palabra «libertad». Es necesario que volver a insistir en que entre nosotros están en juego dos percepciones muy distintas de la democracia. Una la entiende como un conjunto de normativas minuciosas que hay que cumplir correctamente, pues separan el bien del mal. Otra entiende que la democracia es el coraje de sostenerse en la incertidumbre de vivir, habitando una sociedad abierta a las contingencias, sobre las que los humanos han de decidir en cada caso. Por miedo a la libertad, ¿acabaremos dejando esta concepción abierta de la democracia en lo que llamamos extrema derecha?

Si la cultura de la cancelación emplea con tanta facilidad el calificativo «negacionista», judicializando a los que piensan de otro modo, es porque antes esta sociedad es negacionista, pues ha negado la posibilidad de que la verdad pueda ser algo distinto a lo dictaminado por el sagrado consenso, un cuerpo civil que hoy se ha investido con la infalibilidad que antes se reservaba a la cabeza visible de la Iglesia.

La disciplina de masas se agrava bajo este capitalismo de la dispersión y con rostro humanitario, pues usa un apartheid dinámico y portátil que desarraiga a cada uno de nosotros de su suelo de intuiciones, de sentimientos y percepciones. Como en toda sociedad, el objetivo del poder posmoderno es reprimir el peligro que representa la vida individual, pero ahora puede hacerlo a través de un reemplazo constante. El aplastante dictamen estatal y mayoritario se adorna con múltiples opciones en lo minoritario. La circulación perpetua y la interactividad logran desarraigar a la población de sus raíces natales, familiares, psíquicas y locales. Todo ello para después movilizarla, endeudándola al espectáculo social y conectándola por fuera. La obediencia que se impone en lo político, lo económico y civil, se compensa después en una libertad de expresión que nos permite elegir entre el azúcar o la sacarina, entre un sexo sentido u otro. El narcisismo de la identidad, apoyada en pequeñas diferencias, compensa la obediencia al maltrato masivo del que somos objeto.

Lo peor que se le quita a la gente es su derecho a la incertidumbre, a la contradicción, a la contingencia. El recambio perpetuo de facilidades es la forma más perversa de desactivar la dificultad y el riesgo de vivir. El problema es que al ceder en el peligro, en una angustia de la libertad que es sedada con facilidades protocolarias, el ciudadano cede a la vez el único terreno propio desde el cual podría ejercer una fuerza ante el sistema multiforme que le maltrata. De hecho, el tedio de la vida urbana actual, que es raíz de nuestra hiperactividad y de la industria del entretenimiento, encarna el dolor de vivir disperso en un tiempo colectivo donde nada debe ocurrir. De ahí la furia de nuestra corrección cuando se lanza a la caza de los incorrectos, que han caído de lado del mal. La anomalía de esos otros representa todo lo vivo que hemos abandonado en nosotros. Y no podemos permitir que nos lo recuerden.


Buscando veredas. Ignacio Castro Rey

Buscando veredas

Al margen incluso de la impresionante reflexión de Carl Schmitt sobre el estatuto jurídico de la excepción, es posible que la simple diferencia moderna entre legalidad y legitimidad indique que el vigor de nuestras democracias depende, sobre todo en el dédalo normativo contemporáneo, más de la sensibilidad ciudadana ante el conflicto que de la clarividencia de las leyes consensuadas. No tanto de un pacto cuajado por los omnipresentes «padres de la patria», o por el dinamismo de la vigencia legal, como del estado efectivo de unas siempre sumergidas, y cada día más sospechosas, libertades individuales.

En suma, según cierta línea de pensamiento humanista la democracia parlamentaria depende ante todo de unos individuos y unas comunidades que se atreven, por distintos motivos, a poner eventualmente en cuestión el estado de la civilidad alcanzada. No solo en el iusnaturalismo cristiano y en Rousseau, hasta en el rigorista Kant podemos encontrar argumentos a favor de esta dirección crítica. Una línea de pensamiento que en la modernidad encontró en Thoreau y Emerson, más tarde en Arendt, en Simone Weil y en Ortega, algunos de sus muchos adalides. Naturalmente, entre los partidarios de esta libertad básicamente existencial, que tiende de a relativizar la sacralidad de las instituciones, están Sartre, Pasolini y el formidable Ivan Illich. Eran legión los partidarios de este humanismo que nunca descuidó lo inhumano que pisamos y nos rodea.

¿Son legión ahora? A veces parece que hemos perdido esa vitalidad elemental de la democracia. Al menos si, como sostienen algunos personajes de una izquierda y una derecha acartonadas, es cierto que hoy en día todo depende de la actualidad transgresora de las normativas estatales. Mientras crece la desconfianza hacia la naturaleza humana en general, hacia la fuerza de las vitalidades en juego y la cultura popular, el «primer mundo» parece apostar por una democracia ingrávida, virtualmente despegada de la tierra. Si nos paramos un momento en algunas afirmaciones geniales del celebrado Peter Singer (liquidar bebés defectuosos, experimentar con humanos anómalos, reglamentar jurídicamente la zoofilia…), parece que la crítica del especismo y la afirmación de un animalismo trashumanista pueden haberle dado otra vuelta de tuerca al imperio de una normativa legal ajena a cualquier noción de hermandad terrenal. Todo ello en unas democracias occidentales dominadas por el pesimismo acerca de la condición humana, cuando no por una nueva especie de antropofobia. En la cual el creciente odio al otro indica implícitamente el odio al fondo sombrío de nosotros mismos.

 Aún así, siguen subsistiendo dos formas de entender la democracia. De un lado, los que confían en el progresismo de una normativa civil cada día más audaz y en el poder del Estado para regular al detalle la vida cotidiana. Del otro, que hoy parecen minoría, los que confían más bien en las fuerzas individuales y populares, en la capacidad del ser humano para atender, aquí y ahora, los problemas que de pronto llaman la atención sobre injusticias actuales y efectivas. A juzgar por la histeria normativa que nos dirige con muy distintas ideologías, parece que hoy por hoy Occidente se encamina hacia un esencialismo progresista de la legislación que tiende a desatender la nueva barbarie que la hipertrofia normativa genera. Incluidos unos atropellos a la libertad de expresión que la cultura de la cancelación lleva al extremo. Sobre ciertos temas sensibles, se puede llegar a eliminar sin complejos el debate.

Sobre cuestiones cruciales empleamos con alegría el calificativo de negacionista, y su corolario de persecuciones legales, porque antes el grueso de nuestra cultura es negacionista del sentido común y terrenal que hemos heredado de nuestros abuelos. Ahora bien, ¿no es este actual fundamentalismo normativo uno de los factores que enfrenta al Occidente mayoritario, con sus rabiosas minorías reconocidas, a un emergente mundo exterior cuyos pueblos reclaman otro modo de entender lo que llamamos libertad? Y otra manera de entender el bienestar y la misma condición humana, sin absolutizar el progreso y la tecnocracia. Venerando más bien lo único que tenemos, una búsqueda de veredas que es imprescindible para ser humanos y estar vivos.

Santiago, 9 de mayo de 2023


Última llegada de los marcianos

Última llegada de los marcianos

Se dice que hoy cualquier empresa se encuentra con dificultades para encontrar personal competente en trabajos duros. Un joven puede decidirse a ser camarero, cajero o tele-operador. Aunque el sueldo fuera razonable, no se atreverá fácilmente a trabajar en un barco de pesca o a cortar madera en el monte. Salvo entre los inmigrantes, no es fácil que la ciudadanía occidental soporte algo que suponga un gran esfuerzo físico, que implique mancharse en la presencia real o un riesgo analógico. Por la vía del laicismo, parece que hemos llegado otra vez al cuerpo glorioso. Debemos vivir en un limbo donde nada elemental nos toque, nada que sea irregular e imprevisible. Tampoco una situación física que nos exponga, sea descolgar el teléfono ante la llamada inesperada de un amigo, que hoy es casi de mala educación, o un virus desconocido que pueda hacernos daño.

Como decía hace poco una amiga, hay que hacer «lo que pide el cuerpo». O sea, fluir, vibrar en una órbita donde no haya obstáculos que hieran el narcisismo de la identidad elegida. ¿Qué es la cobertura tecnológica, la imagen de cada uno y el empoderamiento de la visibilidad, más que una garantía de seguridad ante la vieja existencia, ante el peligro de chocar en la gravedad común? Cierta corrección selectiva, en el lenguaje y la conducta, parece librarnos del esfuerzo personal de estar presente en cuerpo y alma.

La antigua desvergüenza grosera y el egoísmo bruto han pasado a mejor vida en virtud de una informalidad de marca blanca que posee conexiones múltiples. Inválidos personalmente, vivimos armados tecnológicamente. De manera que, suponiendo que uno se atreviera, nunca tendría a quién cantarle las cuarenta, pues el otro se ha limitado a hacer lo que hace todo el mundo. Los demás son como tú. Están encantados de haberse conocido y, por tanto, ausentes cuando hay un marrón que exigiría una postura rotunda, de carne y hueso. De ahí que en tales momentos incómodos se mire para otro lado. Este es el primer modo del ghosting, un esfumarse de cualquier sentimentalidad. Y no pasa nada. Hoy por ti, mañana por mí. Es como en las redes, donde pones continuamente «Me gusta» a chorradas de otros que, a su vez, aplauden las tonterías que pones tú. La interactividad de los narcisismos apretados, donde cada uno emite para ser visible en la galaxia de la indiferencia, componen el cemento del actual transhumanismo. La desaparición personal es el reverso inmediato de la visibilidad. En este sentido, un enfriamiento local es la base del calentamiento virtual.

Al margen incluso del poder adquisitivo, es posible que la ansiada visibilidad de clase media esté formada por la aspiración al automatismo difuso de las tecnologías. Aislados realmente y comunicados virtualmente, seamos altos ejecutivos o humildes empleados de almacén, no nos sentimos obligados a hacer como personas casi nada en directo, sin los artificios de la imagen y de las mediaciones tecnológicas. Un diferido perpetuo es la oculta cara analógica del real time ocasional. Hemos vendido el alma a la nube, a un cielo espectacular que debe envolver cualquier presencia física. El bienestar posmoderno prolonga así la ilusión religiosa de que nuestro cuerpo jamás volverá a arriesgarse. El propio culto a lo minoritario es el culto al elitismo en el que creemos salvarnos, justificando nuestra frustración primordial con el consumo de diversidad. Redoblando también la fe en el papel de la tecnocracia occidental en el mundo.

Ahora bien, las facilidades vienen envenenadas. Nos han convertido en sociodependientes, una adicción que no tendría más cura que volver a existir. Nada importante se arregla con un simple clic, sin poner en juego el cuerpo entero. Hasta un decisión elemental, tomar la palabra en público en vez de callarse, exige algo más que mover un dedo. Igual que exponerse a una espontaneidad para la que ya no parecemos preparados. Hoy no aguantamos nada. Tenemos la piel muy fina, y esto le ha dado a lo digital, manejado en el diseño suave de lo táctil, una relevancia ilusoria.

No solo los espacios están gentrificados en un simulacro del carácter y la profundidad de antaño. Las personas también lo están, pues han expulsado de su interior casi cualquier resto de humilde inocencia. Ocultas bajo varias capas de maquillaje y de certezas, nunca sabes con quién estás hasta que es un poco tarde. Somos prisioneros de un cuerpo que a su vez es prisionero de la empresa del Yo, de una secta elegida, secreta en la transparencia, con la que hay que ser interdependientes. Al menos entre las élites urbanas, nadie está a solas. Como premio a tal mutilación anímica, la sociedad global mima nuestro narcisismo secundario. El cuidado de nuestras pequeñas diferencias, hasta extremos ridículos, es el premio que recibimos por vender nuestra alma a la sociedad y tolerar el ninguneo existencial del que todos somos objeto. De vez en cuando, este mismo sistema nos permite un destello. Las redes están ahí para regalarnos un margen de narcisismo virtual dentro de la anulación. La libertad de expresión es el sucedáneo de una nula libertad de acción. Pero la libertad no es nada sin una musculatura para ejercerla. Cuando hasta cambiar la rueda de un coche se ha vuelto una tarea técnicamente imposible, por no decir ilegal, la pregunta es si esta incompetencia física no nos desarma también para atender a los otros, a nuestra más íntima otredad, a la mera percepción.

La carrera espacial ha bajado su perfil porque se ha fijado en la circulación orbital de cada ciudadano. Ya no hace falta ir a Marte, ni a la Luna, pues todos creemos vivir en un planeta ingrávido. Este panorama de conductismo masivo, aun adornado de orgullo minoritario, nos hace perfectamente previsibles. Lo cual es obvio que facilita una nueva impunidad de la fuerza, sea esta mediática, estatal o directamente delictiva. Debido a esta mutilación íntima, el ciudadano del bienestar se pasa medio día presintiendo catástrofes. Sabe que, por mucho que vaya al gimnasio, es un paria en el mundo de los sentidos, en el terreno de una decisión que siempre es muscular. Nunca le perdonaremos a los rusos que nos hayan recordado que la gravedad todavía sigue existiendo. Y que algún día hemos de volver a una existencia desnuda cuya humildad exige otro Dios, algo inhumano que se convierta en regazo.


Perdiendo el rostro. Revista Metaxis

Perdiendo el rostro

Preguntas de Juan Iturraspe para Metaxis:

  1. Dada tu publicación crítica en el periódico Voz Pópuli en referencia al último libro de Paul B. Preciado, hay un fragmento en el que critica el escrito de Tiqqun de La Jovencita, he aquí dicho fragmento: "Hace tan solo un par de décadas, los gurús de la izquierda radical de Tiqqun pronosticaron que «la jovencita» iba a ser la figura central de la domesticación consumista del capitalismo neoliberal: al mismo tiempo la ciudadana modelo y el cuerpo que mejor encarnaba la nueva fisionomía del capitalismo neoliberal. Tiqqun incluía entre «las chavalas» (sin pensar caer por ello, ¿cómo iba a ser eso posible?, en formas de homofobia y racismo) al marica consumista y al chico racializado y proletario de los suburbios. Imaginaban a «la joven» como el producto de una correlación entre alto índice de opresión y máxima forma de sumisión complaciente que producía inevitablemente una mínima conciencia política. Nuestros amigos de Tiqqun no vieron venir que serían ellas, elles, las chicas, los maricas, los y las trans y las chavalas racializadas de la periferia, las que habrían de liderar la próxima revolución". ¿Consideras que el alcance del concepto La Jovencita, al chocar con la teoría de Preciado, no hace más que reproducir y ampliar la frecuencia del dispositivo? ¿Fue este fragmento el que te llevó a escribir la reseña crítica?

Pretendidamente mutante, con amplias inyecciones de hormonas narcisistas, Preciado no entendió nada de aquel soberbio análisis de Tiqqun sobre el carácter transgénico y sexy del actual poder, esta infamia inmanente y personalizada. La Jovencita era una descarnada incursión en un dispositivo expandido que puede abarcar identidades anómalas, orgullos de género y formas queer de supuesta contestación. Paul B. Preciado no pudo captar nada porque Ella, tan Jovencita, es parte de una inteligencia alternativa del sistema que lo sitúa como agente activo del trans-capitalismo, no como su víctima atormentada. No fue solo ese ridículo fragmento que citas lo que me llevó a escribir contra Dysphoria mundi. El libro entero de Preciado es una perfecta bobada sectaria, la forma más extrema de ignorancia filosófica y política que se ha visto, desde hace tiempo, dentro de nuestro autismo minoritario y mayoritario. Según este señore no solo Tiqqun, de quien nada entiende, sino buena parte de la crítica anterior -incluidos Deleuze y Heidegger, Fanon y Foucault- padece el estigma heteropatriarcal, así como la larga lista de supuestas lacras normativas con las que la teoría queer se desprende de una heterogeneidad crítica que jamás entendió. Todo aquello de lo que Preciado se desmarca tiene la inmensa dificultad de no ser histéricamente binario, ni estar centrado en la mitología académica del género. Tanto Tiqqun como Heidegger, del mismo modo que Deleuze, jamás han cristalizado un altanero nosotros frente a un ellos que habría caído del lado de una paternidad maligna. Lo más patético de todo no es que este "monstruo" de diseño no comprenda nada de algunos nombres propios, sino que tampoco lo haga de una mayoría popular que se limita a injuriar. Los pueblos son despreciados por la secta trans porque no entran en el filtro mutante con el que esta revolución de laboratorio quiere prolongar el capitalismo alternativo, que ahora debe penetrar -con la ayuda de la medicina puntera- en el tejido corporal. El odio a lo natal, en aras de un cuerpo construido de parte a parte, es intrínsecamente capitalista, representa su expansión woke, orgullosamente cerebral.

Read more