to the wonder (Terrence Malick, 2012)

Como un poema visual de Borges, To the wonder (Terrence Malick, 2012) es una película que descansa en el silencio del mundo y nos estresa desde él. Sólo la ignorancia global que nos transporta puede sostener
otra cosa, particularmente la consabida sensación de tedio hacia una polifonía de verdades susurradas desde el otro lado, los espectros del día. Para empezar, nada tiene To the wonder de un subproducto de The tree of life; nada de una película menor y oportunista, como ha comentado más de un crítico. Al revés, esta última factura permite entender mejor algunos elementos del anterior trabajo de Malick.

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hijo del hombre (Sugar man, Malik Bendjelloul, 2012)

¿Documental bien hecho o un trabajo de ficción, más o menos verosímil? Da igual, tardaremos en olvidar Searching for sugar man. La película de Malik Bendjelloul nos cuenta la historia de un hombre de carne y hueso cuya existencia es perfectamente ambigua, ni infernal ni radiante. Según como quieras verla, así será. O bien unas memorias del subsuelo, bastante tristes, o bien un testimonio de la felicidad enterrada en la nieve de vidas de las que nada sabemos. Ni queremos saber, pues estamos muy ocupados con el espectáculo diario.

Sixto Rodríguez es un hombre que alterna su duro trabajo industrial a finales de los 60 con una episódica presencia musical en bares perdidos de Detroit. Entre la humedad del río, el humo y el alcohol, allí le descubren un día dos célebres productores que quedan prendados de sus melodías y sus letras proféticas. Graban un disco con él en la idea de tener ante sí un filón que se puede situar en lo más alto de la escala popular. Nada de esos ocurre. Por razones tan misteriosas como el éxito de otros, el triunfo de Rodríguez nunca llega. ¿Se debe esto a la fatalidad de coincidir con grandes nombres (Dylan) que le hacen sombra? ¿De debe a su origen y nombre latinos? ¿Defectos en el marketing? ¿Letras demasiado complejas o negativas? Nunca lo sabremos, ni por este documental ni por ningún otro camino.

Como tampoco sabremos por qué, a sus espaldas, la fama de Rodríguez crece lejos y a cámara lenta. A través de alguna copia pirata que se difunde en la lejana Sudáfrica aislada por el Apartheid, Rodríguez se convierte gradualmente en un mito, y en un estandarte de la lucha blanca contra el racismo. Hasta el punto de que, como nadie logra saber nada a ciencia cierta de él, parte del mito es que el músico se ha suicidado en el escenario.

Sixto Rodríguez era un hombre apuesto, dulce, amable. Así lo recuerdan los pocos que pueden decir algo de él, gente en general humilde, que habla, recuerda o solloza ante las cámaras al creer que ha muerto. Más de un conocido suyo lo retrata como alguien capaz de convertir en música lo que le ocurre. A la manera de un gusano de seda, dice uno de sus compañeros de trabajo, se le presenta como un ser capaz de extraer hilos de lirismo de lo que habitualmente llamamos supervivencia.

La música de Rodríguez, aunque no esté a la altura de Doors y Love, es especial. El personaje humano, sin duda, es sencillamente inolvidable. A veces da la impresión de que su suave melancolía natal, una mezcla de sensibilidad latina y contracultura anglo, es la que le permite reciclarlo todo. A la manera de alguien que siempre parte de la derrota y busca el signo que está detrás de los acontecimientos, sin angustiarle mucho por averiguar si se trata de una buena o mala noticia. ¿Es esta sabiduría estoica de Rodríguez, su afán sencillo por permanecer pegado al suelo, la que explica en parte su desaparición en la sociedad que busca el triunfo a toda costa?

Se mantiene la duda, pues esta película nos recuerda que nunca sabremos lo que es el hombre. El hueco de tal ignorancia, bendita si la aceptamos a tiempo, lo ocupan las creencias. El documental de Bendjelloul, que antes ha filmado el acontecimiento musical (Prince, Björk, U2), apuesta esta vez por el sonido de las creencias. Rodríguez nunca deja de creer en la música. Lo cual, en su caso, es como decir que nunca deja de creer en el sentido de lo que le rodea, el amor y el desamor, su familia, su trabajo, el arte, los amigos, los derechos de la gente humilde.

De ahí que poco a poco nos asomemos a un desenlace sorprendente. Cuando sus dos admiradores le encuentran, no sólo no está muerto, sino que tiene más bien la cara de quien ha conseguido hacer su vida. Sigue luchando, trabaja denodadamente, cuida a los suyos, tiene amigos, sigue tocando su guitarra. De ahí que se tome con una pasmosa tranquilidad su encuentro con el numeroso público que le adora en Sudáfrica. Cuando le preguntan cómo va a cambiar su vida saber que es una estrella, sonríe, como sin comprender.

Uno de las enseñanzas de este sorprendente documental es que perseverar en la fe, sea cual sea, mantenerse en la apuesta por el destino de cada uno, lleva al resultado crucial de salvar la existencia. Y esto aunque sea tarde, lentamente y por caminos harto humildes. Por encima de todo, Searching for sugar man es una deliciosa incursión sobre una vieja sabiduría humana que extrae signos de cada evento, tanto si parece bueno como si parece malo.

Otra de las lecciones de estos 86 minutos de ficción real es que no conocemos el mundo. La globalización es un mito, la inteligencia transparente del mercado es un mito. Como recordaba Jünger hace muchos años, la gran mayoría de las novelas que podrían cambiarnos la vida jamás verán la luz, pues estamos rodeados de empresarios muy poco inteligentes y de un público con frecuencia brutal, casi menos inteligente todavía. Se podría incluso decir que el hábito de atender a las pantallas ha instaurado un curioso daltonismo hacia la cercanía. La épica de un hombre cualquiera queda hoy, tanto o más que ayer, fácilmente sepultada en una nueva y acristalada clandestinidad.

Y éste es otro de los hilos de Searching for sugar man. El vecino de al lado puede ser cualquier cosa, un monstruo o un genio, y nunca lo sabremos. A través de este extraño y conmovedor documental, Malik retrata los compartimentos estancos en que se subdivide lo que creíamos que era una sola historia, un mundo por fin moderno, democrático o transparente.

Lejos de esta mitología barata, Rodríguez ha magnetizado a otros humanos porque es capaz de estar solo. Sin un especial pathos trágico, este hombre parece fiel a la vieja leyenda de elegirse a sí mismo, a lo no sabido de sí, ignorando el dictamen social mayoritario y entendiendo las contingencias de la propia vida como una corriente de signos que hay que convertir en destino. De ahí que Rodríguez, a caballo entre la bonhomía latina y la sabiduría alternativa, parezca soberanamente indiferente a la histeria social sobre el éxito y el fracaso. Esperemos que siga así el claroscuro de su historia.

*Publicado en “Crítica y barbarie”, el blog de I. Castro en la revista digital fronterad.

Ignacio Castro Rey. Madrid, abril 2013

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¿qué es un final?

"Yo pienso en cada uno de mis muertos como si todavía estuviese vivo, y en los que viven como si la muerte ya los separase de mí". Ernst Jünger, Los titanes venideros.

 

Nuestros ridículos temores actuales con la violencia de cualquier ruptura hacen que todo se encharque en el aplazamiento, en un consenso sin término. Preferimos más bien morir en vida, a plazos. Si antes las vidas eran de Dios, y era un pecado mortal arrebatarle ese derecho al Creador, ahora las vidas son de la sociedad y la situación, en este punto sensible, es parecida. Todo ello agravado por el temor social al contagio. En una sociedad que no cree en la potencia trágica del individuo, todos los demonios se conjuran con el temor a la conducta inducida. El cuerpo general siente en el suicidio un mentís al presente, y esto es demasiado para una sociedad que no puede concebir nada que respire fuera de su transparencia. Hasta el punto que se pueden poner mamparas en el madrileño Viaducto de Segovia y la prensa entera dirá que se trata de parar el viento. En Italia, en Francia o España se teje una espesa cortina de silencio en torno a ese momento “estelar” de la humanidad. A través del cuerpo medicalizado, de la vida asistida hasta el final y de la donación de órganos, la muerte debe llegar a ser un epifenómeno de las tecnologías de trasplante.

 

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contra Haneke

Desde cualquier ángulo La cinta blanca es infumable, a veces rozando el ridículo. Lo mejor, el maravilloso
alemán que emplea. El resto huele a Inquisición, incluida la fotografía. Disculpen las molestias. No es sólo
que uno inevitablemente se repita, sino que además se repite –esa es la fascinación- el dispositivo
cultural que nos envuelve cual celofán, este cordón sanitario que combina aislamiento y comunicación.
Igual que en la tribu, la repetición es la madre de todas nuestras paredes. Hasta donde hemos visto,
Haneke juega así con dos efectos metafísicos profundamente inmorales: uno, llenar el vacío, desactivar
la “banalidad del mal”; es decir, lastrar nuestro malestar flotante, la ambigüedad de vivir; dos, avalar
nuestra ansiedad de ser “vanguardia”, logrando sutilmente localizar el mal en otros, aunque estén muy
cerca de nosotros. La cultura a la que nuestro director sirve es un gigantesco interior, un dispositivo
mundial para localizar y demonizar. Ya se dijo en algún lugar: al aislamiento por la comunicación; a la
comunicación, por el aislamiento. Y Haneke es bueno en esto. ¿Tienen unos minutos? Vamos por partes.

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teoría de la jovencita

 

“¡Ah, pero qué asquerosa eres!” Al modo del collage urbano, mezclando en distintos tipos de letra anuncios con tópicos cotidianos (“¡No te comas el tarro!”) y fragmentos cargados de una profundidad analítica delirante, este libro hará las delicias de quienes estén interesados en la subversión de nuestro mundo. Aunque, francamente, no es seguro que Teoría de la Jovencita, publicado recientemente por Acuarela & A. Machado, sea “un libro de amor” o hable sobre la imposibilidad del amor en nuestra estructura social, como dicen los editores en la contraportada. Si lo es, se trata de un amor del cual tampoco son capaces los autores, la mítica constelación llamada Tiqqun. Pero sí se debe decir que este libro posee una rara belleza. Y una inmensa riqueza, pues resulta sencillamente precioso ver el mundo con los ojos de otro mundo. Precisamente uno de los posibles defectos de Teoría de la Jovencita es que su misma radicalidad empuja a una lectura estética de la superficie, amenazando dejar todo como estaba. En todo caso Tiqqun, en este texto de sus comienzos en 1999, elabora una radicalidad que funciona a ráfagas, cristalizando momentos deslumbrantes. Esa misma intensidad es la que parece impedir el discurso político clásico, de largo aliento, para restallar en fogonazos que duran unas pocas líneas.

I Impacto

“La Jovencita se presenta dondequiera que el nihilismo comience a hablar de felicidad”. Este libro desarrolla con el detalle del insomnio la metafísica oculta en la visibilidad triunfante. “A mis doce años, he decidido ser bella”. Todo el libro está repleto de textos así, tan significativos que casi resultan misteriosos. Fíjense en este otro: “La Jovencita no tiene el rostro de una muerta, como podría llevar a pensar la lectura de las revistas femeninas de vanguardia, sino de la muerte misma”. O en éste: “La Jovencita se complace en hablar con emoción de su infancia para sugerir que en el fondo aún no la ha superado, que en el fondo sigue siendo una ingenua. Como todas las putas, sueña con el candor. Pero a diferencia de estas últimas, ella exige que se la crea y que se la crea sinceramente. Su infantilismo, que no es a fin de cuentas más un integrismo de la infancia, hace de ella el vector más retorcido de la infantilización general”.

Que nadie se rasgue las vestiduras antes de tiempo: la Jovencita no es un concepto sexuado. En paralelo al concepto de Bloom, Tiqqun intentó captar en la Jovencita la última mutación política del humano occidental. “No le cuadra menos al chulito de discoteca que a una árabe caracterizada de estrella del porno. El alegre relaciones públicas jubilado que reparte su ocio entre la Costa Azul y el despacho parisino donde aún tiene sus contactos, responde a él al menos tanto como la single metropolitana demasiado volcada en su carrera de consulting para darse cuenta de que ya se ha dejado en ella quince años de vida”. La Jovencita, pues, es aquel que ha preferido convertirse en mercancía antes que sufrir la tiranía de ésta.

¿Después de las figuras del Proletario (Marx) y el Trabajador (Jünger), este colectivo anónimo intenta captar la figura de una última mutación de la especie, la más terrible y sonriente alienación? Sí y no, pues la ambivalencia de una figura liminar, que encierra por ello mismo una posibilidad nueva y el ámbito de una reversión política de las cosas, estaría más en el Bloom, a la manera del Dasein heideggeriano. La Jovencita se nos presenta más en una cristalización ontológica que le acerca más al odioso burgués de Marx. “La Jovencita está enteramente construida; por eso puede se enteramente destruida”. Y esto a pesar de cien fragmentos donde la Jovencita aparece cargada todavía de profundidad sufriente: “En el caso de la Jovencita, como en el de todos los demás Blooms, el ansia de diversión hunde sus raíces en la angustia”.

Finalmente el control de las apariencias se transforma en la disciplina de los cuerpos: “La Jovencita habla de la salud como si se tratase de la salvación”. ¿Es la debilidad metal la que reproduce una y otra vez el imperio del cuerpo, el dictado de la imagen de uno mismo? Imperativo estético de visibilidad, dado que el reconocimiento externo nos salva de una experiencia de sí que por todas partes se desfonda. Si hay tanta gente fea en este mundo es por el imperativo masivo de estar a la moda en algún punto: “La Jovencita no envejece, se descompone”.

“La Jovencita es la mercancía que exige ser consumida a cada instante, pues a cada instante caduca”. Moda y economía se benefician mutuamente. En todo caso, la juventud no es ya una edad transitoria, sino el único periodo aceptable de la vida humana. Una juventud que no necesita ningún ideal, porque es por sí sola un ideal. ¿Qué debo hacer para embellecerme?: “Por miedo a ser retirados de la circulación como productos viejos, las damas y los caballeros se tiñes los cabellos y los cuarentones hacen deporte, a fin de mantenerse esbeltos”.

“La Jovencita quiere ser ‘independiente’; es decir, ser, en su mente, sólo dependiente del SE”. Ella llama invariablemente felicidad a todo aquello a lo que SE la encadena: por parte de Tiqqun, el uso del impersonal heideggeriano Se (das man) es un signo del poder neutro de la abstracción. El imperio se confunde con lo social, con una masiva clase media. Este semblante de la humanidad “es fascinante al modo de todas las cosas que expresan una clausura sobre sí mismas, una autosuficiencia mecánica, una indiferencia hacia el observador, tal como hacen el insecto, el lactante, el autómata”. Por eso la Jovencita, dicen ellos, es ajena tanto a sus deseos como a su cuerpo, quiere ser deseada sin amor o amada sin deseo: “Se pudre en el limbo del tiempo”.

Tiqqun desarrolla en este libro el enigma de lo obvio, la hiperrealidad que casi se hace onírica, durmiente. La Jovencita encarna la organización de la ceguera de los escenarios radiantes y la visibilidad total. Allí donde la angustia se confunde con el hecho de que nadie parece sentirla: “A fin de cuentas es la omnipresencia de la nueva policía la que acaba por hacerla imperceptible”. Criatura puramente ideológica, por eso esta figura postrera de la humanidad puede carecer de ideas. La Jovencita es algo así como el cuerpo de unananoideología. En virtud de tal fusión inmanente los nuevos pijos se confunden con los enrollados: pueden ser orgánicos, ecologistas, indies ¿La misma @ que preside la conexión perpetua de nuestro aislamiento no es el signo de una neutralización imperial?

Las píldoras de sabiduría, mezcladas de vulgaridad, se siguen desgranando: “Cómo tener perro sin pasar por una perra”. “La supuesta liberación de las mujeres no ha consistido en su liberación de la esfera doméstica, sino más bien en la extensión de dicha esfera a la sociedad entera”. Depuradora de negatividad con una sonrisa implacable, la Jovencita no habla, sino que es hablada por el Espectáculo. Estamos ante un estadio en el que la alienación se confunde con la soltura física. Tanto el poder como el individuo se podría decir que son hoy entes ventrílocuos, pues sufren y hablan siempre a través de otro.

Este libro define el amor que viene como “un autismo para dos”. La dificultad de cualquier relación estriba en que cada uno está de antemano casado con su propia imagen. “No es tanto que los ciudadanos hayan sido derrotados en esta guerra como que, negando su realidad, se han rendido desde el principio; lo que SE les deja a modo de ‘existencia’ ya no es más que un esfuerzo de por vida para hacerse compatibles con el Imperio. De esta infinita servidumbre voluntaria a la norma, a una norma cambiante, proviene el hecho de que nunca sepamos con quién estamos… hasta que ocurre algo, y entonces es demasiado tarde.

II Peros

Tiqqun también describe la deriva del pensamiento hacia el estado de mero reflejo del contexto: La Jovencita nunca crea nada, en todo se recrea. “Ya sea camarero, modelo, publicitario, ejecutivo o animador, la Jovencita vende hoy su ‘fuerza de seducción’ como antaño se vendía la ‘fuerza de trabajo’”. El libro se extiende así sobre una vigilancia orgánica, muscular, que no necesita vigilantes porque está integrada en la dispersión con la que vivimos. “La Jovencita vive secuestrada en su propia ‘belleza’… es la carcelera de sí misma, prisionera de un cuerpo hecho de signos en un lenguaje hecho de cuerpos”.

Y sin embargo (sí, “sin embargo”), la genialidad de Tiqqun muestra en el límite la miseria de la mitología occidental. Más cercanos a la figura nietzscheana del León que a la figura del Niño, ellos adolecen penosamente de sentido del humor para jugar con las situaciones. No sólo esto, sino también de piedad y sabiduría para captar la ambivalencia del ser humano, incluso en la peor de las situaciones, allí donde el infierno sonríe: la Jovencita No sólo esto, sino que se puede decir que Tiqqun carece de inteligencia políticapara perforar la costra imperial y averiguar la fuga de las masas, incluso a través del embrutecimiento del consumo, de esta cárcel gigantesca en la que vivimos.

Por esta razón, entre otras, con demasiada frecuencia Tiqqun es equidistante en los “falsos conflictos” que aparecen en este mundo regulado: por ejemplo, entre Milošević y la OTAN. Seguro que entre Rusia y EEUU, entre Moore y Obama, etc. Por esta misma razón, en el otro extremo, jamás pueden citar a Baudrillard, o lo hacen de modo trucado, pues él representa una revuelta cultural que es indiferente a esa militancia política que configura nuestra ortodoxia y nuestro encierro. Sobre todo, esta “pureza” ontológica de Tiqqun representa un integrismo minoritario frente al otro, el que ellos llaman imperial.

Justifican de manera genial el retiro de este mundo, más que la intervención en él. Teoría de la Jovencita es enormemente estimulante y enriquecedor, como todo lo de Tiqqun, tanto si nos hechizan como si a veces nos fuerzan a estar en desacuerdo. Es cierto que redefinen dos conceptos de la teoría crítica de los últimos años: Espectáculo (Debord) e Imperio (Negri). Pero la radicalidad con que lo hacen contiene su mayor virtud filosófica y su mayor defecto político. O viceversa, quizás: su mayor virtud política y su mayor debilidad filosófica. Escuchemos: “El espectáculo no es una cómoda síntesis del sistema de los mass-media. Consiste también en la crueldad con que todo nos remite sin tregua a nuestra propia imagen. El imperio no es una especie de entidad supra-celeste, una conspiración planetaria de gobiernos, de redes financieras de tecnócratas y multinacionales. El imperio está allí donde no pasa nada. En cualquier sitio donde estofunciona. Allí donde reina la situación normal” (Llamamiento). Pero fíjense que entonces, y esto supone una seria torsión de la filosofía de Deleuze y Agamben, entonces se llega a confundir Historia y Devenir, Adentro y Afuera.

No hay ya Naturaleza, ni Tierra, ni Pueblos libres del plexo de control que es “Occidente”. Por tanto, en el fondo, Tiqqun no rompe con nuestro prejuicio cultural, aquello que precisamente nos convierte en imperio. La tierra entera, el hombre entero están sometidos a un “cambio climático” que supone que ya no hay afuera, pues el afuera ha pasado adentro. Su enorme caudal de erudición literaria y filosófica no libra a Tiqqun de participar en el encierro global que representa esta época.

Escuchemos: “Incluso en el amor, la Jovencita habla el lenguaje de la economía política y la gestión”. “En realidad, cualquier almuerzo de familia o cualquier reunión de ejecutivos son más obscenos que una escena de eyaculación facial”. Al “exagerar” de este modo, la ontología de Tiqqun es maniquea, habla el lenguajemoralista de lo binario. Y nos mantiene inmaculadamente sobre esta infinita inmanencia que no puede creer en ningún afuera. Nos libra a la vez de tener que implicarnos: de poder infiltrarnos, ser invisibles y realizar milimétricas mutaciones en la superficie.

El libro es precioso, exactamente inolvidable, como es inolvidable ver el mundo con los ojos de otro mundo. Pero, debido a que no recupera el mundo, una vida indiferente a la pesadilla que es la historia, se trata de un libro efímero, circunstancial y dirigido a una selecta minoría.

Finalmente es de temer que esta “metafísica crítica” es ferozmente metafísica, es decir, obscenamente política. Es completamente discutible esa supuesta “doble secesión”: no está claro que Tiqqun escape de la simple oposición al Imperio propia de la “izquierda” y en general de esa mitología política que obsesiona a un Occidente que no soporta el sentido (político e impolítico) de la condición mortal. La simple reiteración maniaca que Tiqqun mantiene con el “negrismo”, con los seguidores de Negri, puede confirmar que Tiqqun vive dentro de otro sectarismo, que escriben contra unos pocos. ¿Vivirían sin ellos?

Marx es también otro signo de limitación intelectual. Tiqqun mantiene una concepción esencialmente hegeliana, nihilista, de lo absoluto. Una concepción “heideggeriana” que no es capaz de volver, de recuperar la inmediatez del ente, el ser del devenir. Tal vez comparten con Marx y casi toda nuestra cultura el mito, típicamente moderno y occidental, de que el mundo es otro, de que se ha roto con la vieja vida. Se ha dado un corte epistemológico, una revolución, y por tanto es necesaria otra revolución para volver a la existencia.

Una existencia, hay que repetirlo, que Marx y Tiqqun jamás reconocerían, pues el tejido biopolítico imperial ocupa todo el horizonte. Pero esto sólo porque el afuera, la existencia impolítica, ellos no pueden verla. En definitiva, estamos ante un libro muy francés, deliciosamente eurocéntrico. No es poco.

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